Desde que su hija, es decir, mi mujer, desapareció de la casa, del mundo y de nuestras vidas, no hubo nadie mejor que sustituyera la figura de la madre como la abuela. Pero la abuela Rómela murió de hielos en el corazón meses después y me quedé con el peso de mis dos hijas encima. Y no es que representen una carga para mí, pero mientras ambas mujeres vivieron, madre e hija respectivamente, jamás me permitieron, a pesar de que vivimos bajo el mismo techo oxidado, acercarme a mis dos gotas de sangre como todo padre desearía. Cuando murió la señora de canas amarillas hice todo lo posible por recobrar tantos años sin actos. Convertí, entonces, el rancho de madera y zinc en un castillo con almenas y torretas. Impregné con rosa viejo las maderas que rodean el ventanal de vidrios miopes de la sala, espolvoreé los lujos de la infancia, poblé el palacio con muñecas y los rizos negros de mis niñas descubrieron por primera vez el sol. Son preciosas. Tienen el color de la canela y los ojitos bañados de una noche de estrellas. Sus cuerpos son pequeños; quizás por tantos años de encierro. Igualmente, sus huesitos buscan florecer fuera del cuerpo. Pero hay un detalle. Hay un misterio que las distancia como hermanas y me siento, hoy, incapaz de obrar por ello.
Camila cumplirá pronto sus doce. Es mayor que Adriana por tres años y no sé si es por la etapa, pero todo le molesta. Sólo creo que no está conforme con mi presencia. Y puedo entenderlo; pero no entiendo la actitud con la chiquita. Todo empezó el día en que pudimos sonreír los tres. Desde ese día comenzaron a desaparecer nuestras pertenencias. Un día mis camisas grises y mis libros de autoayuda. Otro día desaparecieron las almohadas de Adriana, su peluche ciego y la sombrilla transparente. Otro día desapareció el vestido favorito de Camila, su flor de tela color rojo y sus tres muñecas negras. Todo ocurrió de forma esporádica, pero las pertenencias de Camila, la mayor, comenzaron a fugarse con mas regularidad que las de nosotros. Un día desaparecían sus crayones violeta, otro sus zapatos de charol y luego el cepillo y los colores con los que jugaba a retocarse frente al espejo. Nunca me lo decía pero yo me daba cuenta. Los padres somos así. Yo siempre buscaba por todos los rincones del palacio pero nunca encontraba ni los objetos ni una pista. Recuerdo que visité a mi vecina más próxima, una mujer regordeta que solía gritar con su voz varonil a su hijita traviesa. Muchas veces pensé que esa niña podía fantasear con los tesoros de nuestro palacio y de mis princesas. Por eso las visité. Pero por más que mis ojos corrieron por aquel lugar destartalado, no encontré absolutamente nada.
Camila cumplirá pronto sus doce. Es mayor que Adriana por tres años y no sé si es por la etapa, pero todo le molesta. Sólo creo que no está conforme con mi presencia. Y puedo entenderlo; pero no entiendo la actitud con la chiquita. Todo empezó el día en que pudimos sonreír los tres. Desde ese día comenzaron a desaparecer nuestras pertenencias. Un día mis camisas grises y mis libros de autoayuda. Otro día desaparecieron las almohadas de Adriana, su peluche ciego y la sombrilla transparente. Otro día desapareció el vestido favorito de Camila, su flor de tela color rojo y sus tres muñecas negras. Todo ocurrió de forma esporádica, pero las pertenencias de Camila, la mayor, comenzaron a fugarse con mas regularidad que las de nosotros. Un día desaparecían sus crayones violeta, otro sus zapatos de charol y luego el cepillo y los colores con los que jugaba a retocarse frente al espejo. Nunca me lo decía pero yo me daba cuenta. Los padres somos así. Yo siempre buscaba por todos los rincones del palacio pero nunca encontraba ni los objetos ni una pista. Recuerdo que visité a mi vecina más próxima, una mujer regordeta que solía gritar con su voz varonil a su hijita traviesa. Muchas veces pensé que esa niña podía fantasear con los tesoros de nuestro palacio y de mis princesas. Por eso las visité. Pero por más que mis ojos corrieron por aquel lugar destartalado, no encontré absolutamente nada.
Una tarde, cuando el interior de nuestra casa dormía bajo los colores naranja del atardecer, Camila me lo dijo todo. Con sus doce años en la cara y con los ojos poseídos por una rebeldía infrecuente, me dijo que el perfume que había heredado de su madre, desapareció. Por vez primera la escuche maldecir la situación y la miré a los ojos mientras culpaba a su hermanita. Yo no estaba protegiendo a la chiquita pero sabía, en lo más profundo de mi corazón, que ella no había sido. Intenté calmarla con las palabras novatas de un papá inexperto; y no pude. Al final de la conversación sólo pude decirle lo que todo el mundo dice. “En las casas hay un agujero donde todo va a parar. Siempre pasa lo mismo. Cuando uno busca las cosas, nunca las encuentra. Pero esa es la explicación. Todo cae en ese hoyo. Cuando ese hoyo aparezca encontraremos cosas que no hemos imaginado. Todo lo que se ha perdido en esta casa, está allí.” Intenté no preocuparla pero sólo contestó, tras una mirada, con una media vuelta y se internó en una de las torres, quizás a llorar. Y yo lloré también. Lloré por el mal padre que soy y por lo inútil de mi consuelo. En aquel momento entró Adriana junto al último rayo de sol, iluminada por su inocencia, me secó las lagrimas con las flores de sus dedos y me abrazó.
Luego de algunos meses, ya habíamos olvidado el incidente pero seguían desapareciendo cosas. Camila nunca me creyó. Pero hoy ha sucedido algo terrible aquí en la casa. Hace una semana, Adriana, mi chiquita, desapareció sin dejarnos algún rastro. Basta con decir que he llorado sin parar. Desde ese día, el sol no ha entrado nuevamente por las ventanas de la sala y afuera sólo juegan nubes grises, quizás acompañándome en mi tristeza o quizás burlándose de mí. Y es que mi chiquita fue la última de nuestras pertenencias que desapareció. Camila, mi grandota, solo atinó a decirme que quizás su hermana, también, había parado en el famoso hoyo. Y lo confieso, fue lo más que me dolió. Sentí su rebeldía apuñalándome la cara, pero la entendí. Luego me dijo que no podía dormir y pensando en la soledad que teníamos los dos en casa, le dije que durmiera conmigo o que durmiera en el cuarto de su hermana. Y obviamente optó por lo segundo.
He pasado una semana rebuscando esquinas e intentando agarrar el sueño. Pero hoy, después de siete días, buscando a Camila y temiendo que también desapareciera, me encaminé hasta su torre y al abrir la puerta se escapó la inocencia sin querer. Allí comprendí que mi Camila también era inocente, sólo que jamás me había dado cuenta. Mi hija, que no había abierto su cuarto en una semana, ahora estaba tirada junto a su cama, en aquel piso de maderas marmoleadas. A un lado mi Adriana, vestida igual que la ultima vez, podrida y con muñecas que abrazaban moscas en su estomago. Los ojitos de mi niña ahora estaban perdidos en un gris como las nubes de afuera y mi Camila me miraba a su lado, junto a la pala, desde un agujero entre las tablas donde vivían mil objetos. Allí estaban por fin los descuidos de los tres; todos reunidos esperando nuestra vista. Divisé entre las cosas, la sombrilla transparente y mis libros de autoayuda. También la vi a ella, con sus zapatos de charol, vomitando lágrimas por miedo. Allí, sobre nosotros, el castillo de almenas y torretas se desplomó. Pero allí estábamos los tres junto a las cosas que un día perdimos. Ya nada se perderá en la casa. Ahora todo está en su sitio. Todo menos ella. Todo menos yo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario