A Laura, por el semaforo ese que tiene sobre la cama.
La noche se quedó sin luz. No había luna. Tampoco luz eléctrica. Se acercó despacio y me besó. Yo no era tonto. Por eso le acepté la invitación. Sabía que esa noche la tendría entre mis piernas. Primero ella hurgando con su lengua. Siempre le dije que quería ver la vista desde su apartamento. Luego yo. Se dio anoche. Apenas la veía por el apagón. Su aliento se iba desnudando con el tiempo. Primero la viscosidad. Luego el calor. Mis manos dejaron de ser mías. Flotaban por su oscuridad. La toquetearon. Yo sé que ella quería, que amaba mis pellizcos en sus senos, que moría mientras dibujaba círculos en el centro de su pantalón. Dejó de ser. Y yo también. Nunca nos vimos. La habitación era un cajón minimalista, color negro, al estilo Donald Judd. No había gradaciones, tonalidades, ni alguna pequeña escala de algún gris. Todo era negro. Igual los besos. Me hablaba cosas pegadita a mi oído con ese calentón de un mediodía en Hato Rey. La desnudé. Me desnudó. Adivinamos. Había ganas. Nos frotamos rico. La masa de su cuerpo olía a tierra. Yo apestaba. El cuarto olía a lluvia y a humedad. Y ella estaba húmeda. Con los dedos la palpaba, me adentraba, la acercaba más a mí. La pinga me dolía. Los gatos sarnosos de la calle maullaban invadidos por el celo. La monté a la rápida. El calzoncillo a media pierna. La hundí en mí. Estaba caliente. Hervía tras el negro que cargaba. Tragamos hondo. Después vino la acción. Nos sacudimos, brincamos, martillábamos al ritmo del reloj. Luego más rápido. Sudamos. Las sabanas quisieron inundarse. Estábamos a punto de ceder. Me pellizcaba las tetillas, me mordía muy cerquita de la boca, jugábamos a hilos de saliva, mojábamos los pliegues, me abofeteó. Era una diabla. Yo siempre supe que gritaba. Y gritó. La boca de ella se debió escuchar a veinte calles más abajo. Nos desencajamos. Probó mi vena. Le di lengua. Creo que me amó. Fue la primera vez que coincidimos. Yo no era libre. Ella tampoco. Lo hacia bien. Me daba un cosquilleo delicioso. Me la comí. Se la metió. Me hundió en ella. Después vino la luz. El cuarto seguía oscuro. Nunca prendió el interruptor. El semáforo de la intersección quedaba justo frente a la ventana. Estaba intermitente. Negro y luz amarillenta. Entonces ella fue una mezcla. Fue dos mujeres a la vez sobre la cama. La negra sólo se sentía. La otra era los gestos. No pude aguantar. Aceleramos el bombeo. La gritería. Después vino el calambre y la venida. Terminamos sobre el matre. Los tres embadurnados con mis jugos pegajosos. Me dormí. Desperté de madrugada. Fumamos un poco de hierba en el balcón, viendo los carros pasar por la avenida, merodeando por la noche, aburridos. Hablamos mierda. Luego me fui. Horita pasé por su edificio. El semáforo no estaba intermitente. Amarillo. Rojo. Verde. Yo no soy tonto. Aceptaré su invitación. Tendré a las cuatro entre mis piernas.
4 comentarios:
crudo e intenso...excelente.
Que impactante relato. Me encantó el uso del lenguaje, el ambiente que creaste, la gran imagen del cuarto, el juego de luces. Sentí que estaba en esa cama por lo vívido de tus descripciones. Genial, nunca espero menos de ti.
mmmmmmmmmmmmmm!!!!!!!!!
Excelente relato, eres muy elocuente. Tienes una forma terriblemente exótica de pintar las imagenes
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