lunes, mayo 13, 2013

Soñar en deseo: Una mirada a Yo soy el Leife, el pájaro malo




Los sueños, según el psicoanálisis, son el resultado de nuestra propia actividad anímica,  representada o manifestada a través de imágenes visuales y sonidos que acontecen en el estado de profunda relajación fisiológica llamado sueño. Los mismos, proyectados desde el universo simbólico, muestran interrelaciones comunes y no comunes que reflejan algún aspecto del inconsciente o de la vida.  No obstante, según el Surrealismo, esa vanguardia artística de principios del siglo XX que tomó como base el psicoanálisis para sus aproximaciones al mundo onírico, aunque en particular la obra La interpretación de los sueños (1900) de Sigmund Freud, los sueños pertenecen a un plano diferente, alterno y superior, donde la libertad reina. Por ello, los surrealistas reivindicaron el sueño, junto a la escritura automática, como una de las vías fundamentales de la liberación de la psique, la fuerza vital del alma humana.

Comparto aquí ambas acepciones del término pensando que sirven muy bien para enmarcar un comentario acerca de Soy el Leife, el pájaro malo, el más reciente poemario de Nelson Ricart-Guerrero, publicado bajo el sello de Erizo Editorial. Esto, tomando como punto de partida que el espacio de la poesía en esta propuesta, que en palabras de su autor sirve también como una pequeña obra de teatro, es el de los sueños, ese espacio surreal, onírico, de encuentros, donde se da lo imposible en el lindero de la realidad y la fantasía. Sin embargo, no es este poemario acerca de los sueños. En todo caso se centra esta propuesta en un sueño: el sueño del deseo, que mirado psicoanalíticamente podría tratarse del deseo en sí.

De esta forma, Ricart-Guerrero nos presenta una exploración poético-onírica-teatral en la que se enfoca en el deseo, pero en el deseo como búsqueda. “¿Qué te puedo ofrecer yo, que ando/ buscando?”(p.27). Esta pregunta, que es también una estrofa, tal vez resume la intención fundante de la propuesta poética, o su conflicto.

El Leife es un hablante lírico que, desde un estado carencial, ha emprendido una búsqueda a fin de resolver su carencia. Sabe el lector, a través de la lectura, que lo que busca, o lo que desea, es el amor, o al menos una mirada amorosa o un abrazo. No obstante, -esta propuesta es deliciosamente homoerótica- el Leife precisa de otro a través del cual lograrlo. Así, amor y amante, se configuran como objetos de deseo. El conflicto, sin embargo, radica en su consecución. Ante esto, el sueño y el transformismo aparecen como estrategias para el logro.

El sueño es el espacio donde el pájaro malo, buscador del amor, deseante, se transforma una y otra vez a conveniencia del otro, o del deseo, a fin de convertirse en el amado.  Igual, y a juzgar por la constante voz en primera persona, también se trasforma en ese otro. El transformismo es, pues, pensando aquí en el ritual performativo de transformación de la realidad a través del cual se hace posible transitar de una identidad a otra mediante la caracterización, la artimaña, el señuelo, la añagaza.

“Soy el leife, el pájaro malo
el que sabe volar” (p. 14)

“Soy partículas y polvo, carne de éter
canto de aves con plumajes de múltiples
colores, y mujer con senos grandes
También soy hombre de pelo en pecho
y pene conquistador

Puedo ser agujero, caverna, lugares
de goce, lecho de majagua y canto
de sirenas nostálgicas” (p.15)

“Me transformo en materia, soy lo que
tú quieras… desde árbol frondoso, hasta
cuerpo convertido en altar…

Estoy en todas partes.” (p.16)

De hecho, el texto de la contraportada, a continuación, da cuenta, con cierta martingala, es decir, con artificio o astucia para la trampa, de un proceso de transformismo, digamos semántico, que no sólo ha dado pie al título del libro, sino que uno asume debió haber servido para la escritura de esta propuesta poética-teatral, así como para la caracterización del personaje poetizado.

“La utilización del nombre Leife, tiene su origen en la palabra Loefa´ah, que transcrito fonéticamente del árabe hablado en el Magreb, designa a las serpientes venenosas. Por eufonía, el autor ha transformado esta palabra en Leife. En la tradición nórdica, Leife existe como nombre y se refiere al -descendiente, al amado heredero-.

En la iconografía cristiana se suele representar al Diablo como un ángel caído cuyo cuerpo recuerda el de una serpiente con alas. En República Dominicana la expresión “pájaro malo” designa tanto al demonio como a las culebras y serpientes. Apocopando el término, se designa a estos reptiles con el nombre de “pájaro”, que es también una manera popular de llamar al homosexual.”

En ese sentido, el Leife, el pájaro malo, es ficción y realidad, es deseo y es carencia, es hombre, pájaro y mujer, es malo y bueno, es un diablo, una serpiente emplumada venenosa y es un ángel; es todo al mismo tiempo y sucesivamente, un ser o una psique que busca y espera y busca “como un niño con hambre” (p.19-20) ser el amado nuevamente. Y digo nuevamente, porque a lo largo del poemario de 54 páginas, hay una evidente conciencia y una sapiencia vieja del amor manifestándose. Incluso la seducción o el transformismo parecen ser estrategias para el regreso a algo, para el olvido de algo, para librar la culpa de algo. Pero el sueño en el poemario es un espacio de misterio y confusión. Los objetos de deseo, el amor y el otro deseado, son nuevos y no. Eso, aunque uno sospeche que este libro encierra una historia de amor.

“En este sueño estamos
Aquí nos encontramos para amarnos
sin tiempo, en un derroche de cantos
y cenizas de fuegos antiguos” (p.23)

“Soñar que duermo y que soñamos, soñar
que contigo me despierto, soñar que en el
mundo misterioso que soñamos, con nuestros
cuerpos se visten nuestras almas, para rehacer
en el sueño lo que en vida desde hace tantos
años compartimos” (p.19)

“Aquí estoy abriéndome de brazos para
recibirte entre mis huecos y arroparte
con mi aliento tibio que se convertirá
en bruma sobre tu piel resbaladiza
como mis ansias, mis culpas y mis
manos que untarían de placeres tus
relieves, olvidándome del mundo que nos ata
y nos empuja uno contra otro
para que nos amemos” (p.24)

“Si aceptas que te abrace sentirás mi
corazón contra tu pecho, seremos
compañeros de ruta y olvidaremos
aquellos nidos de la soledad que han
preparado este encuentro” p.31

Sin embargo, el encuentro adentro del sueño es simulacro. “El simulacro es rito que nos abre portales infinitos”, dice la Voz (p.45).

Con respecto a la Voz, no quiero que pase por desapercibido, que además del Leife y el otro, en el sueño hay una Voz, también lírica pero consciente, que sirve como voz de la conciencia, como guía, narradora y testigo. Tal como dice en la contraportada del libro, “la Voz que se escucha puntualiza el entorno guiando las palabras por el juego de la seducción”. El regalo (p.27), el misterio (p.27), el abrazo (p. 32), el temblor (p.36), el lugar (p.41), el vértigo (p.45), son algunas de estas.

Tampoco debe pasar por desapercibido el entorno que puntualiza esa Voz, puesto que ese entorno, ese ambiente, es la geografía del sueño, y el sueño es el deseo. Así, y aunque es simbólico, ese entorno da cuenta del mundo caótico del que sueña. No sorprende pues que el entorno del sueño esté sacudido por desastres, catástrofes, temblores, incendios, vendavales con polvo de desiertos. Ello, a su vez, da cuenta de una convulsa y excitada naturaleza del deseo.

Cuestión de resumir, este libro poetiza el movimiento afectivo hacia algo que apetece. A la vez, pone de manifiesto la aún vigente y humana necesidad de un otro para la consecución de la experiencia amatoria. Con esto, y con una estética particular y brillante, Nelson Ricart-Guerrero ha llevado el homoerotismo a un plano universal, visibilizándolo con carencias y necesidades comunes a todos los de nuestra especie. Creo que ese es uno de sus logros más sublimes. No obstante, hay una conciencia y un subtexto en ella que no ignora el mundo hoy, ni las mentiras del Bien, las voces lejanas, el polvo de la historia, el miedo, la naturaleza de la marginación hacia el homosexualismo. “Nuestros cuerpos hacen temblar al mundo” (p.37). “Somos un puñado de ceniza abandonado/ al mundo” (p.38). “Hombres así pueden violentar el/ silencio de las aguas lisas...” (p.20)

Tampoco el deseo ignora. Desde ahí, también se cuestiona. ¿Quién soy yo? ¿Qué o quién es el otro realmente? ¿Qué o quién es esta Voz?

“Si sucumbo al sembrarte es como si
penetrase un mundo sustentador de
sueños ignorado por miedo e
identificado con las llamas del infierno
que nos han enseñado
Imaginaremos catástrofes
y permaneceremos unidos por estas
cuerdas de yagua que hacen de
nuestros cuerpos uno, en esta fiesta
bravía con la que volarán tantos pájaros
como brujas en los cuentos y este
gozar de los cuerpos será agüero y
melodía de esta unión que nuestras
almas al encontrarse han querido
Asumamos pues la fuerza que esta
relación implica dejándonos sucumbir
al aliento compartido” (p. 35)

Creo también que otro acierto en este libro, es el cómo se transparenta la carencia a través del deseo. Pienso en Lacán cuando dice que el deseo es siempre la carencia de algo, y que cuando no se resuelve esa carencia, estoy parafraseando, el que desea crea fantasmas, artificios imaginarios y representaciones sustitutivas para aplacarla. Ha acertado el poeta al establecer el sueño como espacio. Ahí, el catálogo de artificios imaginarios y representaciones sustitutivas.

“En mi sueño…/ Imagínote mar, suéñote deseo” (p.19)

“En los mitos que me invento dos
cuerpos al rozarse se convierten en
tierra devastada por incendios” (p.37)

En fin, Yo soy el Leife, el pájaro malo, es un poemario que encierra un mundo onírico en el que el deseo y los objetos del deseo son posibles, aunque en el sueño también tenga que emprenderse una búsqueda con artimañas cuestión de lograrlo. Como espejo donde vernos, este poemario refleja nuestra naturaleza del deseo; la apetencia humana, a la vez que pone de manifiesto, muy a la par con los planteamientos Freudianos, el hecho de que el deseo transforma nuestra realidad.

En mi caso, no había tenido el placer de leer una propuesta poética que tratara el deseo de esta forma. Mucho menos me había topado con un homoerotismo poético tan elegante y tan bien anclado en la tradición Caribe.  Y esto lo digo, porque aunque el Leife tiene todo el origen y una genealogía occidental detrás del nombre, el pájaro malo, afortunadamente y para el gusto de todos, es nuestro, caribeño. En torno a él y sus alas, las majaguas, la yaguas, las caracolas, el mar, los perros en la noche de Gazcue.

“En este lugar donde los pájaros
contestan mis silbidos, reconoces mi
canto que conmueve, sabes que estoy

Si me buscas, déjate guiar por la
sombra del jobero, por el olor de sus
hojas y de sus frutos maduros

Me gusta la acidez dulce de los
encuentros que espero

Me gusta librarme a la ilusión” (p.23-24)

*Este texto fue escrito para y leído en la presentación oficial del poemario, el jueves 9 de mayo de 2013, en la Librería Libros AC Barra & Bistro en Santurce (San Juan, Puerto Rico). 

Oh! Natura, un retrato de las naturalezas nuestras


Publicado originalmente en: http://www.lacalleloiza.com/?p=2634
Fotos: Migdalia Luz Barens-Vera


El hijo, recién salido del closet, muere repentinamente tras una paliza. Sus dos hermanas, una más que otra, pero ambas re-hermanadas ante la pérdida, lo resienten y lo lloran. En cambio, la madre, dura y seca, no puede reaccionar naturalmente, siquiera ante el cuerpo casi florecido de su hijo; ha perdido la capacidad de llorar en el trajín de ser matriarca, de haber sido esposa varias veces, por no tener dinero suficiente para llevar con toda pompa su apellido. Pero ha quedado un hombre que lo llora y que lo lucha, a su forma. Andrógino él, vestido de mujer cuando le da la gana; es el novio presentado a la familia por el propio hijo poco antes de morir. Al margen, una vieja nodriza que entra y sale de la casa con sus supersticiones, movida por la ancestral sabiduría del espíritu. Sabe todo, le preocupa la familia, huele la podredumbre, se comunica con sus muertos a través de las plantas del jardín, su espacio favorito. Para completar el cuadro, hay un joven abogado, idéntico al hijo muerto, que parece ser la redención para la madre; uno de esos hombres que ha metido en su vida, a su casa, tratando de llenar urgentemente cierta parte del vacío. Pero el abogado es un falso amante, sátiro por ratos, siempre interesado y macharrán.

El caso es que todos coinciden a la hora de la cena. La mesa es el espacio del conflicto. Asedia el hambre, pero las verdades son el plato principal. El novio exige, ante todos, que la madre aclare cómo murió el hijo. Ella sabe. Lo ha ocultado o ha callado. Al final, habla por primera vez desde las vísceras. Se queja paralelamente de una sed que casi la atormenta. Tiene sed, mucha sed, insiste. Entonces uno la comprende. La nodriza no se ha equivocado de olor. Sabe que hay vivos que están muertos y muertos que están vivos. La nodriza no tiene sed ni hambre, sólo ganas de cruzar al otro mundo con los suyos, de moverse en paz, de dormir tranquilamente. Al final, baila hasta desaparecer. Las hijas también bailan junto al novio, pero con la conciencia entonces de la belleza de la muerte y de la vida; los dos estados del ciclo natural. El novio sale de la familia y de la casa. El abogado antes que él. A solas, la madre respira y comprende lo que queda. La hermana más apegada a la nodriza ha madurado para el bien de la familia. La otra sigue débil. Al borde de la mesa, que es también el patio de la casa, el jardín sigue creciendo. La hija más madura llena de agua el vaso de su madre. La madre bebe finalmente en desespero ante nosotros.


Así resumo la acción en Oh! Natura, la recién estrenada obra teatral de la dramaturga boricua Sylvia Bofill, presentada del 5 al 14 de abril en el Teatro Victoria Espinosa en Santurce como parte del 54 Festival de Teatro Puertorriqueño del Instituto de Cultura Puertorriqueña. La misma, contó con las magistrales actuaciones de Norwill Fragoso (Betunia, la hija madura y firme, pero no querida), Kisha Tikina (Lola, la hija querida pero débil, modelo internacional obsesionada con las cirugías plásticas), Magali Carrasquillo (Maribel, la madre dura, cabeza de los Santillá), Yan Cristian Collazo (Pedro, el hijo fotógrafo que muere; Osvaldo, el abogado joven y arrogante), Mickey Negrón (Federico, el novio del hijo, repostero de profesión) y Awilda Sterling Duprey (Amaro, la nodriza de paso lento, encargada de alimentar y sanar a la familia).

La obra es clara. No se trata meramente de la muerte de un homosexual y cómo maneja una familia su pérdida entre los signos de la culpa, el desamparo y el discrimen. Por el contrario, esta obra trata la naturaleza humana y sus pasiones, las retrata en una familia tal vez no muy distante de las nuestras. Sus conflictos son identificables y conocidos. Universales, sí, pero cercanos. Sin embargo, Oh! Natura no se centra en un tiempo específico ni en nacionalidad. Así, la familia Santillá, protagonista en primer plano, ornamental, caótica y raramente funcional, sirve como imagen a través de la cual se aborda el disloque o la transfiguración contemporánea de la familia como institución. No obstante, también sirve como metáfora a través de la cual ver y confrontar nuestro aprendizaje social, la realidad del país, incluso lo que somos: olvidos, memorias, conductas, naturalezas, artificialidades.

A propósito o no, quizás lectura personal o punto de vista, lo innegable es que Bofill hace de la puesta en escena una sesión fotográfica. Desde su inicio, el flash de una cámara y el ruido del obturador abriendo y cerrando le dan la sensación al público de estar detrás del lente. Aunque el hijo fallecido es el fotógrafo, el público es quien enfoca y desenfoca en cada uno de los personajes, en sus naturalezas, a lo largo del escenario exagerado por una mesa expandida casi del mismo tamaño. Resulta interesante cómo la mesa es a la vez el centro de la casa, o su eje central. En ella, sin frontera establecida, convergen el adentro y el afuera, la naturaleza viva y la naturaleza muerta. Es el comedor, el espacio de estar y es el patio. En una de sus esquinas el abundante jardín vivo; una suerte de refugio orgánico cercano a la tierra y a la vida. El resto es la oscuridad, lo frívolo, lo podrido. La casa es un hueco, una imagen de carencia. En ella el vacío.

Insisto en el vacío reconociendo que el montaje insiste en él; también la escenografía, a cargo de Rafael Trelles y Pepín Lugo, a no ser por el denso jardín, por el vaso casi desbordado de agua servido a la madre en el cierre, por los bailes del final que parecen llenar a personajes evidentemente faltos. Insisto igual en el vacío porque caracteriza esta nueva dramaturgia. Eso, pensando que históricamente la dramaturgia y la literatura nacional han insistido, más que menos, en trabajar la casa, siempre llena, como metáfora para hablar de la isla o del país. No obstante, en el vacío de Oh! Natura está el reflejo de un país, también de un mundo.

Resulta interesante en Oh! Natura la exploración de la identidad, del erotismo y del deseo. A la misma vez, vale la pena prestarle especial atención a la estética de estos tres elementos según han sido puestos en escena. Los vestuarios de Freddy Mercado, y el tratamiento luminotécnico de Marién Vélez colaboraron exquisitamente al discurso estético, bastante Camp de hecho, rememorando yo el término reutilizado por Susan Sontag, en Against Interpretation: And Other Essays (1966), con el que realza un tipo de estética de la cultura popular que pone de manifiesto el artificio y la artificialidad por encima de la naturaleza. Camp, que viene del francés Camper, significa posar de manera exagerada. Adoptado tras en el posmodernismo, y en el lindero de lo kitsch, el termino ha referido desde entonces a la ridiculización atractiva de la dignificación social y la cultura masiva, incluso a una estética de transgresión, sofisticada, entre lo clínicamente ideal y lo excéntrico, que toma como base la banalidad, la frivolidad, el imaginario alegórico y el afeminamiento con cierto humor. Basta con enfocar en los personajes, en la satirización de los roles de género, en las flores plásticas, en los chorros de luz, en el constante uso de lo absurdo, en la escarcha.



Así, en Oh! Natura, las pasiones humanas, las emociones y los arquetipos identitarios son retratados en su esplendor y en su quiebre. Su dramaturga y directora escénica se ha encargado de tratar los detalles con cuidado. Y eso se disfruta y se agradece. No todo es perfecto en la obra, sin embargo. Los personajes son demasiado arquetipos. La nodriza con sus ritos ancestrales, ícono de nuestras tradiciones africanas, es negra, la modelo internacional es flaca, la indeseada y más madura de todos es gorda, la madre pomposa aún en la carencia no pierde su glamour, el hombre vestido de mujer no tiene ni la sombra de su barba, por ejemplo. Podría ser interesante tal vez una disparidad exagerada entre conducta y físico. Pero esto es sólo un capricho a partir de mi lectura. Aún así, en su montaje ganó la elegancia, el texto y las excepcionales actuaciones del elenco, así también la exquisita labor del equipo técnico. Coincido con Lowell Fiet en su reseña sobre esta misma pieza, titulada “Oh! Natura y el espacio horizontal”, cuando dice, pensando en el junte multidisciplinario de artistas en la puesta, que “como conjunto reviven (…) el sueño de un teatro profesional en Puerto Rico”.

En fin, llena de claroscuros y colores, Oh! Natura definitivamente es una obra memorable, a recordar. No todo se ha dicho acerca de ella, pero tengo la certeza de que generará muchas más lecturas. Mientras tanto, Bofill trabajará nuevas apuestas. Sabiéndolo, queda uno esperanzado. Y contento, muy contento, por contar entre nosotros con una dramaturga tan brillante y contundente.