martes, mayo 30, 2006

3.5.06


A Amanda le dio ahora con ser pez
con ahogarse entre las aguas de una pecera
y yo la imaginé desnuda, flotando sola,
junto a un filtro que succiona.
Sería feliz
creo
nadando en libertad
alejada de otros peces con el hambre de tenerla.
Poseerla no sería fácil
sería ingresar en un recinto acuoso
restringido
hondo;
sería un encierro cúbico,
un mundo aburrido para dos.
Y nadie quiere eso.
Los peces quieren sus cardúmenes de hembras
sueñan con corales
con diversidad.

Pero Amanda no lo sabe.
Amanda quiere ser un pez.

sábado, mayo 20, 2006

Welcome Poem (primer poema)

No soy un street poet
ni un adicto al open mic
pero escribo letras en libretas
con la afición de un chamaquito
que dibuja carros con blin blin
cada vez que una maestra
enseña la materia.
No soy poeta pero escribo poesía
por necesidad de despejarme
la garganta
por desahogo de emergencia
como escape y como medio
para hablar frente a la gente
intelectual
doctorizada en mierda.
No voy con la gramática
esquizofrénica
ni con la retórica particular
de un diccionario escrito
para
la
realeza.
Lo que se tiene que decir se dice
sin bombos ni platillos
(como dice abuela)
sin esperar la reacción de un alguien
sin la esperanza
lunática – pendeja
de una portada en Por Dentro
o una pagina (y media) en Claridad
reseñado – replegado – desplegado
como el best pop poetry prócer de los tiempos.
No hay que sonar comercial
ni dividir las líneas
pa’ que la rima caiga
o pa’ que surja una plástica visual
interesante/interesada.
No soy un chamaquito ni un Don Juan
a la hora del arte con las letras.
No tengo amigas fancy-nantes
de rizos rojos largos
que se saben narices ambulantes
que se visten de colores y collares
y que duermen con las piernas open
twenty four hours
en la cama bonitilla de algún editor
que obsequia vino añejo
en caja
pal estreno del libro que le publicó. (opps, perdón)
Yo no fumo pasto para darme el guille de los cool.
ni jangueo con un corillo posmoderno
cada tarde
en una mesa de un café europeo
entre las calles apestosas de San Juan.
Yo no tengo tatuajes
por fortalecer la imagen de escritor
rebelde- wanabí.
Tampoco tengo un manifiesto.
Si escribo es por que tengo musa
callejera – isleña
y un taco de palabras atoradas en el pecho
como un tapón.
No tengo style.
No tengo flow.
Y hasta me escondo.
No soy poeta pero escribo poesía
gorda
como la salsa vieja de papá
y soy de los que creen que la escritura
esgrafiada
no se ata
ni a los cuerpos ni a la voz
ni a la foto de revista
retocada en Photoshop
que se vende junto a un libro
para el margen del periódico
para la biografía nacional.
No soy un street poet
ni un adicto en open mic
pero escribo letras en libretas
y eso basta.

martes, mayo 16, 2006

Intermitencia

A Laura, por el semaforo ese que tiene sobre la cama.
La noche se quedó sin luz. No había luna. Tampoco luz eléctrica. Se acercó despacio y me besó. Yo no era tonto. Por eso le acepté la invitación. Sabía que esa noche la tendría entre mis piernas. Primero ella hurgando con su lengua. Siempre le dije que quería ver la vista desde su apartamento. Luego yo. Se dio anoche. Apenas la veía por el apagón. Su aliento se iba desnudando con el tiempo. Primero la viscosidad. Luego el calor. Mis manos dejaron de ser mías. Flotaban por su oscuridad. La toquetearon. Yo sé que ella quería, que amaba mis pellizcos en sus senos, que moría mientras dibujaba círculos en el centro de su pantalón. Dejó de ser. Y yo también. Nunca nos vimos. La habitación era un cajón minimalista, color negro, al estilo Donald Judd. No había gradaciones, tonalidades, ni alguna pequeña escala de algún gris. Todo era negro. Igual los besos. Me hablaba cosas pegadita a mi oído con ese calentón de un mediodía en Hato Rey. La desnudé. Me desnudó. Adivinamos. Había ganas. Nos frotamos rico. La masa de su cuerpo olía a tierra. Yo apestaba. El cuarto olía a lluvia y a humedad. Y ella estaba húmeda. Con los dedos la palpaba, me adentraba, la acercaba más a mí. La pinga me dolía. Los gatos sarnosos de la calle maullaban invadidos por el celo. La monté a la rápida. El calzoncillo a media pierna. La hundí en mí. Estaba caliente. Hervía tras el negro que cargaba. Tragamos hondo. Después vino la acción. Nos sacudimos, brincamos, martillábamos al ritmo del reloj. Luego más rápido. Sudamos. Las sabanas quisieron inundarse. Estábamos a punto de ceder. Me pellizcaba las tetillas, me mordía muy cerquita de la boca, jugábamos a hilos de saliva, mojábamos los pliegues, me abofeteó. Era una diabla. Yo siempre supe que gritaba. Y gritó. La boca de ella se debió escuchar a veinte calles más abajo. Nos desencajamos. Probó mi vena. Le di lengua. Creo que me amó. Fue la primera vez que coincidimos. Yo no era libre. Ella tampoco. Lo hacia bien. Me daba un cosquilleo delicioso. Me la comí. Se la metió. Me hundió en ella. Después vino la luz. El cuarto seguía oscuro. Nunca prendió el interruptor. El semáforo de la intersección quedaba justo frente a la ventana. Estaba intermitente. Negro y luz amarillenta. Entonces ella fue una mezcla. Fue dos mujeres a la vez sobre la cama. La negra sólo se sentía. La otra era los gestos. No pude aguantar. Aceleramos el bombeo. La gritería. Después vino el calambre y la venida. Terminamos sobre el matre. Los tres embadurnados con mis jugos pegajosos. Me dormí. Desperté de madrugada. Fumamos un poco de hierba en el balcón, viendo los carros pasar por la avenida, merodeando por la noche, aburridos. Hablamos mierda. Luego me fui. Horita pasé por su edificio. El semáforo no estaba intermitente. Amarillo. Rojo. Verde. Yo no soy tonto. Aceptaré su invitación. Tendré a las cuatro entre mis piernas.

domingo, mayo 14, 2006

Apartamentos San José #103

05.13.2006

Ayer me levantaron a la duda de saberme enfermo;
tal vez contaminado por amar
y entonces supe que era un buen momento pa’ escribir,
pa’ desahogarme
pero no pude.
Me levanté ignorando las palabras del taller
obviando la oración aquella que leí en un libro de Gutierrez.
“Pa’ escribir hay que escarbar en la propia mierda.”
Mierda, no tengo mierda pa’ escribir.
La mierda se me ha vuelto un llanto largo sin olor
doloroso
como la primera vez que amé queriendo.

Ayer me levanté a la duda de saberme enfermo.
Hoy puedo escribir aunque no mucho.
Mañana iré al doctor.
Tal vez escriba.
Despues de la noticia cagaré.

domingo, mayo 07, 2006

viernes, mayo 05, 2006

Abuela

Hace ya un mes que a mi abuela le nacieron telas en los ojos
y su mirada asimétrica – negra
se nubló de azul.
Pasó algún tiempo hurgándose la vista
y otro tiempo más
devolviéndonos despojos lagañosos.
A ella nunca le dijeron
que su casita vieja
en una de las calles de Aguirre
se volvería un cuarto sin luz.
No le avisaron para que pudiera adorar
por última vez
el esplendor en blanco y negro
del retrato santo
pomposo – mohoso
oloroso a hongos
de abuelo
ni la foto esa gigante del 96’
de la familia entera
sonriendo a su lado sin querer.
Un día amaneció sin ver.
Y ya.
Pero ver es lo de menos
(dice abuela)
Lo peor fue no poder memorizar
no saber la diferencia táctil perfecta
entre las trinitarias blancas y las rojas
que tanto cultivó
que han crecido choretas en los jardines de la casa
y que ahora le parecen hojas secas
ordinarias
sin color.
No pudo ver el rostro lloroso
avejentado y sincero
de Consuelo
(su hermana única menor)
que vino antier
después de cuarenta y dos años de espera.
Abuela no hizo mueca.
No se paró.
Ya no se para del sillón arcaico
con colores a otros tiempos
oloroso al perfume de la visita aquella
de Muñoz.
Ahora se la pasa mirando sin poder
desde el balcón
hacia la línea divisoria
la línea de agua que otros llaman horizonte.
Pero es mejor.
Está tranquila.
Ya no verá jamás
en los ojos de mi abuelo
las cien mil mujeres que la hicieron infeliz
que la hicieron compartirlo.
Abuela no me peleará más nunca
cada vez que vaya a verla.
No armará el escándalo podrido
de linaje y de generación
cuando me agarre de manos a una negra
y la presente como mi próxima mujer.
Abuela no ha podido ver esos celajes
con nombre
que le daban tantas ganas de mudarse
y de comprarse casas
veinte calles mas abajo.
Ya no podrá usar el Toyo rojo
para fastidiar con un cuchillo a mi mamá
por que quiso hacer su vida lejos.
Ya no podrá gritarle a Luís
(mi primo mantenido)
cada vez que cruce maquillado
con peluca rubia y tacos altos
desde su cuarto lila oloroso a pacholí
hasta la puerta de salida en la cocina.
Ya no lo hará por que no puede.
Abuela amaneció un día ciega y ya.
Acá creemos que es mejor.
Abuela está tranquila.
Ver ya no es lo mismo que joder.

jueves, mayo 04, 2006

De castillos y princesas

(Mi primer cuento, 2001)

Desde que su hija, es decir, mi mujer, desapareció de la casa, del mundo y de nuestras vidas, no hubo nadie mejor que sustituyera la figura de la madre como la abuela. Pero la abuela Rómela murió de hielos en el corazón meses después y me quedé con el peso de mis dos hijas encima. Y no es que representen una carga para mí, pero mientras ambas mujeres vivieron, madre e hija respectivamente, jamás me permitieron, a pesar de que vivimos bajo el mismo techo oxidado, acercarme a mis dos gotas de sangre como todo padre desearía. Cuando murió la señora de canas amarillas hice todo lo posible por recobrar tantos años sin actos. Convertí, entonces, el rancho de madera y zinc en un castillo con almenas y torretas. Impregné con rosa viejo las maderas que rodean el ventanal de vidrios miopes de la sala, espolvoreé los lujos de la infancia, poblé el palacio con muñecas y los rizos negros de mis niñas descubrieron por primera vez el sol. Son preciosas. Tienen el color de la canela y los ojitos bañados de una noche de estrellas. Sus cuerpos son pequeños; quizás por tantos años de encierro. Igualmente, sus huesitos buscan florecer fuera del cuerpo. Pero hay un detalle. Hay un misterio que las distancia como hermanas y me siento, hoy, incapaz de obrar por ello.

Camila cumplirá pronto sus doce. Es mayor que Adriana por tres años y no sé si es por la etapa, pero todo le molesta. Sólo creo que no está conforme con mi presencia. Y puedo entenderlo; pero no entiendo la actitud con la chiquita. Todo empezó el día en que pudimos sonreír los tres. Desde ese día comenzaron a desaparecer nuestras pertenencias. Un día mis camisas grises y mis libros de autoayuda. Otro día desaparecieron las almohadas de Adriana, su peluche ciego y la sombrilla transparente. Otro día desapareció el vestido favorito de Camila, su flor de tela color rojo y sus tres muñecas negras. Todo ocurrió de forma esporádica, pero las pertenencias de Camila, la mayor, comenzaron a fugarse con mas regularidad que las de nosotros. Un día desaparecían sus crayones violeta, otro sus zapatos de charol y luego el cepillo y los colores con los que jugaba a retocarse frente al espejo. Nunca me lo decía pero yo me daba cuenta. Los padres somos así. Yo siempre buscaba por todos los rincones del palacio pero nunca encontraba ni los objetos ni una pista. Recuerdo que visité a mi vecina más próxima, una mujer regordeta que solía gritar con su voz varonil a su hijita traviesa. Muchas veces pensé que esa niña podía fantasear con los tesoros de nuestro palacio y de mis princesas. Por eso las visité. Pero por más que mis ojos corrieron por aquel lugar destartalado, no encontré absolutamente nada.

Una tarde, cuando el interior de nuestra casa dormía bajo los colores naranja del atardecer, Camila me lo dijo todo. Con sus doce años en la cara y con los ojos poseídos por una rebeldía infrecuente, me dijo que el perfume que había heredado de su madre, desapareció. Por vez primera la escuche maldecir la situación y la miré a los ojos mientras culpaba a su hermanita. Yo no estaba protegiendo a la chiquita pero sabía, en lo más profundo de mi corazón, que ella no había sido. Intenté calmarla con las palabras novatas de un papá inexperto; y no pude. Al final de la conversación sólo pude decirle lo que todo el mundo dice. “En las casas hay un agujero donde todo va a parar. Siempre pasa lo mismo. Cuando uno busca las cosas, nunca las encuentra. Pero esa es la explicación. Todo cae en ese hoyo. Cuando ese hoyo aparezca encontraremos cosas que no hemos imaginado. Todo lo que se ha perdido en esta casa, está allí.” Intenté no preocuparla pero sólo contestó, tras una mirada, con una media vuelta y se internó en una de las torres, quizás a llorar. Y yo lloré también. Lloré por el mal padre que soy y por lo inútil de mi consuelo. En aquel momento entró Adriana junto al último rayo de sol, iluminada por su inocencia, me secó las lagrimas con las flores de sus dedos y me abrazó.
Luego de algunos meses, ya habíamos olvidado el incidente pero seguían desapareciendo cosas. Camila nunca me creyó. Pero hoy ha sucedido algo terrible aquí en la casa. Hace una semana, Adriana, mi chiquita, desapareció sin dejarnos algún rastro. Basta con decir que he llorado sin parar. Desde ese día, el sol no ha entrado nuevamente por las ventanas de la sala y afuera sólo juegan nubes grises, quizás acompañándome en mi tristeza o quizás burlándose de mí. Y es que mi chiquita fue la última de nuestras pertenencias que desapareció. Camila, mi grandota, solo atinó a decirme que quizás su hermana, también, había parado en el famoso hoyo. Y lo confieso, fue lo más que me dolió. Sentí su rebeldía apuñalándome la cara, pero la entendí. Luego me dijo que no podía dormir y pensando en la soledad que teníamos los dos en casa, le dije que durmiera conmigo o que durmiera en el cuarto de su hermana. Y obviamente optó por lo segundo.
He pasado una semana rebuscando esquinas e intentando agarrar el sueño. Pero hoy, después de siete días, buscando a Camila y temiendo que también desapareciera, me encaminé hasta su torre y al abrir la puerta se escapó la inocencia sin querer. Allí comprendí que mi Camila también era inocente, sólo que jamás me había dado cuenta. Mi hija, que no había abierto su cuarto en una semana, ahora estaba tirada junto a su cama, en aquel piso de maderas marmoleadas. A un lado mi Adriana, vestida igual que la ultima vez, podrida y con muñecas que abrazaban moscas en su estomago. Los ojitos de mi niña ahora estaban perdidos en un gris como las nubes de afuera y mi Camila me miraba a su lado, junto a la pala, desde un agujero entre las tablas donde vivían mil objetos. Allí estaban por fin los descuidos de los tres; todos reunidos esperando nuestra vista. Divisé entre las cosas, la sombrilla transparente y mis libros de autoayuda. También la vi a ella, con sus zapatos de charol, vomitando lágrimas por miedo. Allí, sobre nosotros, el castillo de almenas y torretas se desplomó. Pero allí estábamos los tres junto a las cosas que un día perdimos. Ya nada se perderá en la casa. Ahora todo está en su sitio. Todo menos ella. Todo menos yo.