martes, mayo 01, 2007

Sin Nombre - Capítulo III (fragmento 2)

Andrés Valeol

Para aquel entonces la navidad florecía por la isla. El casco viejo de San Juan mostraba sus fastuosas decoraciones, sus jardines electrónicos de lucecitas de colores, escenografías de neón y fibra óptica en todas las plazas. Yoyes también se había empeñado en decorar. La navidad pone a uno como loco, medio infantil, con ilusiones que no existen en otras épocas del año. Además lo nuestro, igualmente, estaba empezando a florecer, a tomar forma, y aquello era un detalle que ninguno de los dos podíamos pasar por desapercibido. Quizás por eso me pareció una buena idea. Pero Yoyes no era fácil, era todo un personaje, a veces demasiado excéntrica, maniática, un berrinche humano, una niñita malcriada, una manipuladora de primera. Cuando se le metía algo en la cabeza iba hasta el final, no aceptaba nunca un no, se la pasaba jodiendo y rejodiendo hasta lograr lo que quería. Es una pena que haya pasado lo que pasó.

Esa navidad, la primera juntos, se había empeñado en conseguir el esqueleto seco de un árbol para adornarlo a su antojo, con ornamentación casera, hecha por ella y por mí. Le dije que sí, y yo encantado, “claro”. Merodeamos el casco pero no encontramos nada. Bajamos por la Caleta de las Monjas y caminamos bajo el abrazo de unos árboles gigantes que buscaban convertirse en uno, consolidar un techo verde para nosotros por donde no se filtrara, siquiera, una gota de luz. Bordeamos el jardín amurallado de la casa blanca de Juan Ponce de León y nos adentramos en un parque para niños, olvidado por ellos, frecuentado a todas horas por los duetos de amantes que se besan en unos bancos desgastados por el salitre del mar, escondidos entre la maleza. Caminamos, nos besamos poco, fumamos yerba entre las raíces centenarias de un flamboyán cercano, con vista hacia la bahía y hacia una barcaza de carga, negra y azul, que gritaba su llegada entre las olas. Los pelícanos sobrevolaban el área, se escuchaban las voces distantes de turistas. Todo estaba bien hasta que comenzó a llover. No había nubes grises, el caribe es traicionero, corrimos entre las aceras hasta nuestro nidito de amor. Pero ella quería el árbol rápido, que yo lo consiguiera a toda prisa, como quien pide el último deseo antes de morir y necesita con urgencia que se lo concedan. Perfecto. No dejó que me sentara, buscó las llaves de mi carro, una sombrilla roja para los dos y volvimos a correr bajo la lluvia. Lo que había empezado como una cacería, con serrucho en mano, cerca de Puerta de Tierra, se extendió, cuatro días después, hasta un monte tupido, con sierra eléctrica, en Naranjito. Era del tamaño de ella, un laberinto de ramas, formas orgánicas, un árbol de navidad a lo puertorriqueño. Amarré el susodicho a la capota de mi Toyotita gris. Me dio el beso-premio de piquito y nos fuimos. Terminé malhumorado, con el picor verdoso que se le queda a uno cuando se interna en el monte, aborrecido de encontrar mil árboles y que el número mil fuera el perfecto.

Tan pronto llegué al apartamento puse un CD de música brasileña que me había robado de una compañera de la universidad. Me recosté en el sofá único de la sala tratando de buscar una paz que en la ciudad no existe. Los aguaceros torrenciales sin aviso previo, los tapones kilométricos, las discusiones entre carros, la guerra de bocinas, los huecos en las carreteras del país, la publicidad que grita al conductor a lado y lado de las avenidas, el murmullo de la gente en los centros comerciales, en el casco de la capital, en las plazas, en la calle frente a nuestro apartamento. Yoyes colocó la punta inferior del árbol navideño no decorado en una base improvisada junto al ventanal. Caminó hacia el pasillo entre contoneos y se detuvo antes de perderse detrás de la pared histórica. Me miró por encima del hombro izquierdo, sonrió un poco, relamió sus labios carnosos, me guiñó un ojo y desapareció a prepararme café. Lo hizo a propósito. Le gustaba tentarme. Me mordí los labios hacia la derecha y me interné en la cocina siguiendo sus pasos. Sólo tuve que pararme detrás, acercar mi boca a su oreja, pellizcarle un poco los pezones y meter mi mano dentro de su panti para que el bollo se le humedeciera. Cerró los ojos y se despegó. Yo la dejaba. Le gustaba volar. A mí me encantaba jugar con ella; chuparla, besarla, masturbarla al ritmo de la música de fondo, por ejemplo. Y ella en el cielo. Volaba alto. Un dedo adentro y cayó. Rendida. Nos deslizamos hasta el piso con la ropa puesta, sentados frente a frente, mis piernas detrás de la parte baja de su espalda, las de ella detrás de mí. Le doy un masaje en los pies y, sin saber cómo, levanto su pierna izquierda, tersa, le quito la alpargata, empiezo a pasarle la lengua y logro la erección que tanto había querido. Me despego un poco, pongo los dedos de su pie con las uñas pintaditas de rojo frente a mi boca, se los chupo, se los muerdo, gime más. Me encantan los pies, pero no sólo los de ella. Me excitan fuerte. Hay quienes dicen que son símbolos fálicos, o sustituciones carnales del falo en la mujer. No sé. Da igual. Aprovecho para quitarle la camisa blanca de botones, el mahón corto, el panti de rayitas amarillas. Luego va ella. Me quita la t-shirt marrón, desabrocha mi mahón azul largo, despacio, las manos en cada botón, calor, me desnuda por completo. Le enseño lo que tengo, huelo agrio, estoy sin afeitar, me masturbo suavemente. Hay hambre, se relame más, a Yoyes le fascina. Nos acercamos, nos frotamos los pechos, la música de los tambores se escucha altísima, practicamos Capoeira sobre el tablero de ajedrez. Sus manos arañándome los antebrazos, mi cara hundida, el roce de los dientes por sus pliegues, la lengua tocando su Caixa. El olor de la lluvia, la dermis, la mampostería colonial. Los dedos locos. Su ombligo mirándome la frente. Después los besos amargos, su boca en mi vena, los tragos de carne, el aroma del café, los hilos de saliva, las uñas dirigiendo las caderas, las pecas de su cuello corriendo hacia mi boca y mi nariz. Los dos en un rincón junto a los pies de la nevera. Los cuerpos mapeaban el sudor. La piel tatuada con la mugre del piso. Rico. Cogíamos duro. Chocaba con su fondo, repeticiones y bombeo, yo no quería venirme. La Batucada cantaba y tocaba un sólo de Pandeiro sin mirarnos. Se la saqué despacio, ella apretó mis nalgas, frío, se relajó, tuvo un orgasmo, me hundió en ella otra vez. Sabía controlarme el mete y saca para no acabar rendido como si fuera un primerizo. Así estuvimos hora y media, en el piso de la cocina, resbalando, pringados de sales, de jugos bucales, de sucio. No aguanto más, le dije. Grité. ¿Quieres mi leche? Sí. ¿Te gusta? Sí. ¿Que sí? Dijo que sí. Cabrona. Yo estaba hechecito para ti.

Salí de ella. Me acosté boca arriba. Tres cucarachas miraban golosas junto a la hornilla de la estufa. Se la metió en la boca. Me chupó las últimas gotas que quedaban. Depravada. Lo era. Yo también. Delicia. Dos depravados. Lo mejor del mundo. Me lanzaba hacia arriba, rompía el techo, tocaba las nubes. Luego me venía hacia abajo, caía explotado en el piso, o en la cama, hecho un cadáver, sin leche para alimentar. Demasiado fuerte. Yo era nuevo en cosas como aquella. No dejé que me tocara en tres minutos. Necesitaba caer en mí.

Cuando nació el tiempo luego de aquello, apagamos la cafetera y olvidamos tomarnos el café. Olvidamos los tambores de la Batucada. Caminamos desnudos, sucios los dos, embarrados de adentros. Nos desplomamos en la cama sin bañarnos y nos apagamos despacio, entre suspiros cadenciosos, besitos suaves y continua exquisitez.

4 comentarios:

dijo...

primero diré.. yo a usted le he leido en algún otro lado y me alegra tenerlo de vuelta.
segundo, que no sé cómo se pueden anudar la crudeza y la ternura, las dos en una..
tercero: una sola palabra, sinestesia amigo, sinestesia...conchale

así mismo como decías del hilito: están halando fuerte.

jo

Astrid J. Lugo dijo...

El grito de placer extaciado, cómo se escribe en palabras? qué te puedo decir? a ella, no la culpo, pero qué envidia de dientes clavados en los labios tengo. Necesito airesito, me pones nerviosa.AJL

Ëthel dijo...

uufff q calor...

Anónimo dijo...

Visceral y sensual, una combinación perfecta. Me uno a las palabras de los demás: tengo calor.