lunes, mayo 12, 2008

Rigor mortis

A punto de salir del hotel, retrocede. Ha tenido la certeza de que cierta mirada ajena se ha ido consigo. Cruza el atrio, sube las escaleras, cruza el pasillo, entra. El asesino sabe bien que algo ha quedado vivo. Se detiene con un leve terror que bien podría descubrirse en un sonar de traquea, traga, mira el cadáver tendido en el suelo con la gracia de un mangó recién caído, el envés apolismado o magullado, según distinga el tacto. El cuerpo todavía fresco con un presagio de mimes o mosquitas. El asesino aun no ha estudiado cómo se escogen los insectos posteriores, pero distingue cierta elegancia en la postura última del cuerpo. Se enorgullece. Había pulido técnicas con obsesión de operario matemático. No podía permitirse a estas alturas, después una carrera de excelencia, deslices elementales: una camisa rasgada, la falta de un botón o pintalabios en la boca, que el rigor mortis o la mueca facial confirmara al cadáver muy cadáver, como metido en una muerte aparente, o muerto en el adentro de la muerte. Entonces mira las piernas, los zapatos de aguja encharolados, la falda amarilla, y la mirada. Vuelve a sonar la traquea y se aguanta una mano con la otra. El asesino tiene el presentimiento de haber fallado y le ataca la duda con un punzón de nervios. Cierra los ojos y pasa las páginas, relee sus libros con memoria fotográfica bajo el marco de la puerta, sabe que todos sus héroes no retroceden, lo confirma, abre los ojos, cierra el libro. Mira. No hay una cutícula de sangre expandiéndose con vida sobre las baldosas, tampoco hiede, ni hay hebras de la mujer moviéndose con las pequeñas ráfagas que entran por debajo de la puerta. Ha borrado las huellas con una convicción de limpiabotas, los gritos que a veces se adhieren a las paredes con manía de barniz, el olor a orín, a mierda y semen que no componen nada si va a mirarse el contenido de la escena como una pintura sobre lienzo. Y sin embargo falla el ojo que parece muerto. Es la mirada congelada de ese ojo la que se ido con él. El asesino no sabe que hacer y se detesta. Callod, el asesino de Boughten, hubiera sabido. Igual Henry Eelf o John Sigmund. Incluso Vicente Huesos, por más descuidado y primitivo que sea. Se quita los zapatos, el frío del piso se siente incluso con medias. Camina en puntillas con la costumbre de su asesina favorita. Casi sonríe. Se detiene ante a la víctima y exhala.

El asesino duda entre el orgullo de su estética y los nervios del descuido. Aprovecha para arreglar el cabello de la dama. No está contento con la forma en que la gravedad acepta la caída del cabello. El hombre trae consigo palos chinos. Había descubierto su utilidad en una serie fotográfica de Araki. Toca un rizo y lo endereza. Luego desciende, y hunde una burbuja incoherente que se formado en el nylon de la blusa a la altura de los senos. Toca el ojo con el palo. Hunde un poco. Juega con el párpado.

Mirándola de cerca, la mujer suda. El Asesino sabe que ese sudor erecta. Y sin embargo el ojo. Al fondo oye los pasos. Sabe que debe apresurarse. El ojo derecho sabe su cometido. No importa desde dónde se le mire parece perseguir al espectador con la mirada. El izquierdo, sin embargo, ha perdido la capacidad de perseguir desde su sitio. Quizás hubo un desgarre en el momento en el que la mujer se resistió. Un puño, o un golpe de teléfono filoso puede hacer del ojo una papilla. Ahora el ojo izquierdo mira en ángulo y quiere atrapar como un retrato psicológico al espectador. El asesino ha fallado igual con la puerta entreabierta. Una mujer o su celaje ha visto el cuadro sin terminar. Sabe que ha errado doblemente y se retira.

Deja el cuerpo. Vuelve a la puerta. El asesino mira el cadáver por última vez. Sabe que si no fuera por el ojo, qué es lo único que delata un lapso de violencia en la escena, alguien, incluso el celaje de mujer que entró y salíó como otra ráfaga, se confundiría. Es cierto que el envés de la victima también delata abuso, pero a primera vista el artista ha dejado una pieza de irrealidad. Se pone los zapatos, cierra la puerta, cruza el pasillo, baja las escaleras, cruza el atrio. A punto de salir del hotel, se detiene. El asesino sabe que carga consigo una mirada ajena, como un grito con manía de barniz. Sabe que ha fallado. Lo que molesta no es que el ojo esté con él, es que confirma un lapso de violencia, es que estará con todo el que lo mire. Entonces el espectador se topará con un muerto, o una mujer que acaba de sufrir. Hay cosas que pesan más que muchas otras. No se puede dejar que dolor de una victima, o su muerte, supere la escena de un buen asesinato. Es regla fundamental. El asesino traga y sale del hotel. Piensa en las cámaras de seguridad, en toda la gente con la que se cruzó en el atrio, en la mujer que abrió la puerta, en las dos últimas palabras del libro de Boughten. Lée en su mente -retiro prematuro- y no halla consuelo. El asesino camina, pero presagia un terror más agudo que bien podría descubrirse si una de sus manos aguanta a la otra. El asesino traga. Suena la traquea. Camina despacio, se pone sus gafas, tararea una canción como si no hubiera pasado nada. Ríe. Se aguanta una mano con la otra. Se supone que sea fanático del sol de mediatarde. Se intenta feliz pero no puede.

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