martes, diciembre 25, 2007

un pez fuego

Otra vez la caminata para matar el desvelo. Y aquel maldito frío. Otra vez Santurce a solas, uno que otro carro bajando despacio por la Fernández Juncos. Quizás parejas intentando detener la madrugada con las manos. Sabía de aquello. Había tenido madrugadas iguales, hurgando entre acelerador y freno los pliegues del amor o de su intento.

Odiaba caminar pero no le quedaba otro remedio. Era mucho mejor que estar sentado en el sofá más grande de su sala, a media luz, confundiendo los ojos pintados de una Virgen del Carmen con los de su difunta madre; acariciando una gata peluda que todos los días tiene un olor diferente; ensimismado también en los bailes sutiles dentro de la pecera. Lo de la virgen metida en una pila de plata con agua de playa había sido una promesa. Con respecto a la pecera, tuvo pecera desde siempre. Nunca televisor. Lo odiaba. Últimamente también odiaba la pecera; ese sentarse a descifrar la comunicación entre los peces, siete payasos extrañamente adultos, que siempre hablan o ríen o están en pleno rito de lujuria. No iba a estar allí, en un divague sobre la pasión de animales sangre fría. Con una envidia estúpida. Frente a los ojos de su madre, o de la virgen. Excitando a una gata siamesa muy puta, que luego del tacto desaparecería para volver semanas después con cinco crías en la barriga.

Prefería caminar.

Se detuvo en una de las intersecciones, frente a un semáforo amarillo intermitente. Tenía frío. Dudó cruzar. Un travesti enfrentaba igual la soledad al otro lado de la calle. Venía en dirección contraria, en la otra acera. Parecía demasiado rota, le costaba el taconeo. Martín creyó escucharle el llanto o maldecir. Hay algo encantador en los paisajes nocturnos de Santurce.

Cruzó la intermitencia del semáforo. No habían carros. Sólo perros realengos, edificios ennegrecidos, latas vacías, el ruido vago de los carros cortando la distancia. El zumbido de los transformadores, la luz de los billboards, los rótulos con luz blancuzca. Postes de luz anaranjada, más paradas de guaguas, más latas vacías, los pitirres insomnes volando en proyectiles por la noche.

Prefería caminar.

Estar afuera lo empujaba a pensar en el afuera. En la sala de su casa sólo pensaba en los adentros. Y ya era suficiente. No más mezclar la realidad de las carencias -la falta de tactos-, los encierros -haber vivido en el temor de que su madre desde el plano invisible de la muerte lo mirara haciéndole el amor a sus tres hombres-, la necesidad de revivir la divina trinidad de la lascivia -Amaury, Marcos, Luís Omar-, los desvelos -la fobia de soñarse ahogándose en el mar-, la soledad -siete payasos, una virgen y una gata-, el hambre -el frío de los poros-.

A veces optaba por el hielo. Prefería congelarse. Caminaba media hora hasta la sala de emergencias del Pavía para sentarse desapercibido entre el silencio de la espera. Alrededor gente dormida o enferma. Siempre buscaba el frío doble de hospital por la anestesia.

Esta vez quería calor. Tenía un frío muy suyo. Nada de cambios climáticos, de vaguadas estacionarias, nada de ondas tropicales barriendo con ráfagas y lluvia desde el este.

Nada.

Era mejor regresar.

Había caminado la mitad de la distancia suficiente. Quizás de vuelta las piernas acabarían por cansarse. Ojalá le dolieran los pies. Ojalá al final le doliera la espalda. El dolor a veces adormece. Dio medía vuelta, jugó con una lata, una patrulla policial lo detuvo preguntando la razón por la que estaba a esas horas en la calle. Les contestó con las ojeras. Caminó otro tanto. Mirar ardía. Algo quedaba de salitre en la ventisca.

De vuelta volvió a ver el travesti. Se había sentado. A su izquierda los tacos de aguja, en su mano derecha un par de rizos en peluca. Cada cual en su distancia enfocó los ojos. Se miraron brevemente. Ella gritó. Hay gente que grita muy bajito. Después, de alguna esquina, salió una bicicleta ardiendo en fuego. Un loco de la vida había optado pedalear la madrugada amarrando antorchas en la bici.

Fue rápido y eterno.

Vino la imagen de una de las jirafas en llamas de Dalí. Una estela de fuego había cruzado la Fernández Juncos.

Volvió mirar al otro lado de la calle.

Ella le sonrió porque sabía.

Gritó más duro. Ese está loco de verdad. Cruza Santurce hasta la playa. Después se hunde en la orilla con todo y bicicleta. Dice que el mar es Dios, que el vive en el infierno.

Quizás Martín debía ser tan loco. Quizás la salvación era también hundirse un poco bajo el mar. Miró el reloj. Los ojos le ardían doble. Su madre le había dicho cuando chico que era una vergüenza eso de ser isleño y no saber nadar. También la habían dicho que el agua bajo la madrugada era caliente. Entonces aquel frío. Volvió al proyecto de lujuria de sus peces. A la pila de la virgen. Había leído en algún libro que el Caribe es sexo y mar. Uno de sus amantes había escrito el agua toca todo.

Tenía que comprar un par de antorchas.

La bici la tenía.

Odiaba caminar.


foto: Jorge Ivan Rivera.

1 comentario:

vangeor dijo...

muy bueno leerlo a esta hora (1:47am) con el ambiente callado