Yo quiero que te sientas tan inútil como un vaso sin whisky entre las manos y que sientas en tu pecho el corazón como si fuera el de otro y te doliera. Yo te deseo la muerte donde tu estés, y aprenderé a rezar para lograrlo.
Coro de una canción mexicana
Se abrió el portón y le fue pa’ encima. «¡Hija de Puta!» Y ella, «¿Qué tú haces aquí?» Pero a diferencia de siempre fue ella quien alzó la mano primero. Salió desde el otro lado de las rejas y lanzó un bofetón sonoro quemando entre la oreja izquierda y el ojo. El empujón hasta la calle, las manos venosas, nudillos, un buche de saliva humedeciendo la camisa de él. Corrió y logró alejarse un poco «¿Por qué él no sale si es tan hombre? Que sepa que tú tienes marido, que tú tienes tres nenes conmigo.» Gritaba con el ego herido, en el medio de la calle, entre dos filas cromáticas de casas simétricas, una urbanización ajena. «¡Atrevida! ¿Cómo me preguntas que qué yo hago aquí?» El marido intentó agarrarla pero ella no lo dejó. Con una mano le hundió los pliegues de la cara, con la otra se hizo un moño de su pelo negro grifo y se acomodó el cuello de la blusa estirada de tanto forcejeo y tantas libras.
Agolpeado, el hombre sacó la mano, la empujó muy poco, le zarandeó la cara de un cantazo. «Por puta.» Pero ella bajó la mano gorda y se desquitó, lo abofeteó con más rabia, las marcas rojas en la piel. El pobre hombre, escuálido al fin, la agarró en un descuido y le propinó otra serie de golpes. Quería arrastrarla por el piso, barrer con ella, hacerla sangrar, por fin podría matarla. Después se encargaría de él, del otro, «el pendejo ese», el que estaba escondido en la cocina de la casa. La tenía agarrada por el cuello, inmóvil. Sacó una navaja de barberos, de un filo, de esas portátiles que se abren en dos y que él usaba para hacer cerquillos en la barbería. «No había necesidad de buscarte un macho Mariel.» «Suéltame Alex.» La navaja cerca de la yugular, se le olvidó gritar, «cinco años conmigo.» Los vecinos se asomaron por las ventanas. «Te lo he dicho mil veces. Tú tienes marido.»
Ella, la gorda infiel, la esposa del flaco, sacó fuerzas de adentro, gritó con más rabia que él, se lo quitó de encima como a un lagartijo. Lo abofeteó como otras veces, lo empujó. El hombre cayó sentado, tocando el pavimento con la carne mínima que tenía por nalgas, con la porcelana poquita de su cuerpo sin poder responder frente al ataque de su hembra. El sol brillaba entre las gotas de sudor que le bajaban por la frente, sobre sus pómulos hundidos de hambre, sobre la sombra gris de una barba que le hizo ilusiones en la preadolescencia pero que nunca floreció. La hembra sonrió para sí, dio la espalda y se internó en la casa ajena, le dio un beso en la boca al amante que no salió a la luz e intentó cerrar el portón de rejas blancas. Las ciento dieciséis libras corrieron hacia allá. Quería, al menos, tajearle la boca o la cabeza al otro. Pero no pudo. Ella logró poner el candado y poner su masa fofa, graso-rojiza, entre los dos. También logró tranquilizarlo. Fue fácil hacerlo caer sobre la brea de la mañana, golpearlo frente a los ojos del vecindario, decirle «niño, poca cosa, yo sí tengo necesidad, me casé con un hombre de carácter, no con un niño como tú.»
Reclinó el asiento del conductor hacia atrás y los ojos se le aguaron. Arrastró la cabeza de un fósforo sobre la caja y encendió el cigarrillo. Bocanada y calentón en el pecho. Bajó los cristales del auto y la brisa del mar desfiguró la columna de humo blanco hasta desaparecerla. Fumó con la izquierda. Con la derecha agarró una caneca por debajo del asiento. Estaba vacía. Encontró una llena debajo del asiento del pasajero y bebió.
Mariel lo dejó tirado sobre el asfalto, en una urbanización ajena, frente a la casa de su amante, con los ojos de los vecinos aplaudiéndole su poquedad. «Ojala te mueras. Te voy a matar.» El radio apagado, el oleaje de fondo, las nubes grisáceas moviéndose en silencio. «Un día de estos. Ya vas a ver.» Siempre lo mismo. Las mismas líneas, el mismo sentimiento de impotencia. Había escrito lo mismo en las paredes del pasillo con los creyones de los nenes, en las paredes blanco-hueso de su cuarto con los bolígrafos de promociones que le habían regalado, escritas con el lipstick de Mariel en el espejo circular del único baño de su casa. La misma casa a la que se mudó con ella, «la maldita casa a la que me mudé contigo, ¿Quién me habrá mandao? Estúpido, me pasa por amarte, estúpida, me pasa por estúpido.» Se puso la caneca entre las piernas, entre el volante del carro y los abdominales que se le habían dibujado en el estomago sin querer. Entonces se abofeteó a solas, frenéticamente, dentro del auto, estacionado frente a la playa, en el mismo sitio de siempre, junto a las dunas y los almendros, «por estúpido», debajo del palmar. Afuera las aves negras planeaban sobre un mar oscuro, deslizándose a toda prisa entre las ráfagas frías que corren desde el norte sobre el agua.
«Deja que vuelvas. Te voy a echar veneno, te lo juro por los santos de tus nenes, por mi santísima mai que está en el cielo. Te lo juro por tu dios que no es el mío y que no existe pa’ mí, que yo te mato cuando vuelvas. Te amo pero no. A mí tú me respetas. Yo soy el hombre de la casa. No tú. Gorda de mierda. Veneno de ratones pulverizado, mezclilla de pastillas, me vas a pedir que te cocine, habichuelas pa’ ti, habichuelitas pa’ la gorda. Deja que llegues contentita a casa, un día conmigo, seis días con otro, veinte en la casa de tu mamá. Pero yo sigo esperándote. Deja que vuelvas. Vas a volver. Tú y tus malditas ganas de cama, te voy a matar, comes en casa y comes afuera, y pensar que me ponías sonrisita de esposa satisfecha. Me lo creí, me puse ciego. Cabrona, por ti estoy como estoy. Me tienes loco gorda, y tú lo sabes, por eso no has vuelto, aunque me digas niño, hombre menos, estoy loco de amor. Amor mierda, no seas pendejo, escúchate chico, el doctor te dijo que tienes que romper con ese ciclo, cíclico te dijo, la voy a matar. A sangre fría. Mejor sin polvo de pastillas, sin polvo de veneno. Si tuviera una pistola vaciaría el peine contigo. Aunque me coja la cárcel. Te lo juro por mi pai que es lo único que tengo, los nenes con la abuela, saldría en dieciséis.» Bebió otro sorbo. Primero el ardor rompiendo la garganta, el estómago caliente, sube la bilis, los ácidos del vómito, otro buche de ron.
Mariel se había ido con otros estando con él. «Flacos ilusos, si se enredan con ella van a terminar como yo.» Menos de cien libras en dos años. Hambre y lágrimas. Anemia y desidia. Alcohol. «Si yo soy tuyo Mariel, no sé por qué no estas conmigo.» Se dio otro sorbo, caneca a la mitad, los jugos gástricos a punto de desbordar la bolsa plástica sobre el asiento opuesto. Ron y vacuidad. La tardé se le fue despacio.
Los huesos del brazo derecho no querían moverse. Lo arrastró lento, tardó varios minutos, empujó hacia sí la última onza de una caneca de Don Q. Estaba tirado en la sala de su casa, sobre un enredo apestoso de sábanas color vino, sudado de la luz azul de los televisores de la madrugada. «Me las vas a pagar toditas. Estoy decidido. Lo de tus hombres, los tajos del cuchillo, por volverme esto, por emborracharme aquella noche y por lograr una barriga sin que yo supiera ni tu nombre. Por las palizas que me has dao gorda grasienta, por alejarme de los nenes y entregárselos a tu mamá, por no dormir en casa, por querer divorciarte, por no hacerme el amor nunca, por violarme siempre, por no dejarme ser el hombre de la casa, el hombre que era antes, el que me enseñaron a ser.» Soltó la última palabra y el caldo de vomito traslucido le rebasó la boca. Cambió de pose. Se acomodó de lado, pegando el costillar de toro muerto sobre el matre, aguantando las losetas de cerámica para que no se movieran más.
Sonó el teléfono y supo que era ella. Respiró hondo. Descontrol de esfínter y garganta.
-Hello. Soy yo. Quien habla ¿Quién? ¿Hello? Sí, servidor. Eso es correcto. Ella es mi esposa. ¿Qué pasó? ¿Qué?-
Bastó con enganchar. Mala noticia. Alguien se le había adelantado.
Agolpeado, el hombre sacó la mano, la empujó muy poco, le zarandeó la cara de un cantazo. «Por puta.» Pero ella bajó la mano gorda y se desquitó, lo abofeteó con más rabia, las marcas rojas en la piel. El pobre hombre, escuálido al fin, la agarró en un descuido y le propinó otra serie de golpes. Quería arrastrarla por el piso, barrer con ella, hacerla sangrar, por fin podría matarla. Después se encargaría de él, del otro, «el pendejo ese», el que estaba escondido en la cocina de la casa. La tenía agarrada por el cuello, inmóvil. Sacó una navaja de barberos, de un filo, de esas portátiles que se abren en dos y que él usaba para hacer cerquillos en la barbería. «No había necesidad de buscarte un macho Mariel.» «Suéltame Alex.» La navaja cerca de la yugular, se le olvidó gritar, «cinco años conmigo.» Los vecinos se asomaron por las ventanas. «Te lo he dicho mil veces. Tú tienes marido.»
Ella, la gorda infiel, la esposa del flaco, sacó fuerzas de adentro, gritó con más rabia que él, se lo quitó de encima como a un lagartijo. Lo abofeteó como otras veces, lo empujó. El hombre cayó sentado, tocando el pavimento con la carne mínima que tenía por nalgas, con la porcelana poquita de su cuerpo sin poder responder frente al ataque de su hembra. El sol brillaba entre las gotas de sudor que le bajaban por la frente, sobre sus pómulos hundidos de hambre, sobre la sombra gris de una barba que le hizo ilusiones en la preadolescencia pero que nunca floreció. La hembra sonrió para sí, dio la espalda y se internó en la casa ajena, le dio un beso en la boca al amante que no salió a la luz e intentó cerrar el portón de rejas blancas. Las ciento dieciséis libras corrieron hacia allá. Quería, al menos, tajearle la boca o la cabeza al otro. Pero no pudo. Ella logró poner el candado y poner su masa fofa, graso-rojiza, entre los dos. También logró tranquilizarlo. Fue fácil hacerlo caer sobre la brea de la mañana, golpearlo frente a los ojos del vecindario, decirle «niño, poca cosa, yo sí tengo necesidad, me casé con un hombre de carácter, no con un niño como tú.»
Reclinó el asiento del conductor hacia atrás y los ojos se le aguaron. Arrastró la cabeza de un fósforo sobre la caja y encendió el cigarrillo. Bocanada y calentón en el pecho. Bajó los cristales del auto y la brisa del mar desfiguró la columna de humo blanco hasta desaparecerla. Fumó con la izquierda. Con la derecha agarró una caneca por debajo del asiento. Estaba vacía. Encontró una llena debajo del asiento del pasajero y bebió.
Mariel lo dejó tirado sobre el asfalto, en una urbanización ajena, frente a la casa de su amante, con los ojos de los vecinos aplaudiéndole su poquedad. «Ojala te mueras. Te voy a matar.» El radio apagado, el oleaje de fondo, las nubes grisáceas moviéndose en silencio. «Un día de estos. Ya vas a ver.» Siempre lo mismo. Las mismas líneas, el mismo sentimiento de impotencia. Había escrito lo mismo en las paredes del pasillo con los creyones de los nenes, en las paredes blanco-hueso de su cuarto con los bolígrafos de promociones que le habían regalado, escritas con el lipstick de Mariel en el espejo circular del único baño de su casa. La misma casa a la que se mudó con ella, «la maldita casa a la que me mudé contigo, ¿Quién me habrá mandao? Estúpido, me pasa por amarte, estúpida, me pasa por estúpido.» Se puso la caneca entre las piernas, entre el volante del carro y los abdominales que se le habían dibujado en el estomago sin querer. Entonces se abofeteó a solas, frenéticamente, dentro del auto, estacionado frente a la playa, en el mismo sitio de siempre, junto a las dunas y los almendros, «por estúpido», debajo del palmar. Afuera las aves negras planeaban sobre un mar oscuro, deslizándose a toda prisa entre las ráfagas frías que corren desde el norte sobre el agua.
«Deja que vuelvas. Te voy a echar veneno, te lo juro por los santos de tus nenes, por mi santísima mai que está en el cielo. Te lo juro por tu dios que no es el mío y que no existe pa’ mí, que yo te mato cuando vuelvas. Te amo pero no. A mí tú me respetas. Yo soy el hombre de la casa. No tú. Gorda de mierda. Veneno de ratones pulverizado, mezclilla de pastillas, me vas a pedir que te cocine, habichuelas pa’ ti, habichuelitas pa’ la gorda. Deja que llegues contentita a casa, un día conmigo, seis días con otro, veinte en la casa de tu mamá. Pero yo sigo esperándote. Deja que vuelvas. Vas a volver. Tú y tus malditas ganas de cama, te voy a matar, comes en casa y comes afuera, y pensar que me ponías sonrisita de esposa satisfecha. Me lo creí, me puse ciego. Cabrona, por ti estoy como estoy. Me tienes loco gorda, y tú lo sabes, por eso no has vuelto, aunque me digas niño, hombre menos, estoy loco de amor. Amor mierda, no seas pendejo, escúchate chico, el doctor te dijo que tienes que romper con ese ciclo, cíclico te dijo, la voy a matar. A sangre fría. Mejor sin polvo de pastillas, sin polvo de veneno. Si tuviera una pistola vaciaría el peine contigo. Aunque me coja la cárcel. Te lo juro por mi pai que es lo único que tengo, los nenes con la abuela, saldría en dieciséis.» Bebió otro sorbo. Primero el ardor rompiendo la garganta, el estómago caliente, sube la bilis, los ácidos del vómito, otro buche de ron.
Mariel se había ido con otros estando con él. «Flacos ilusos, si se enredan con ella van a terminar como yo.» Menos de cien libras en dos años. Hambre y lágrimas. Anemia y desidia. Alcohol. «Si yo soy tuyo Mariel, no sé por qué no estas conmigo.» Se dio otro sorbo, caneca a la mitad, los jugos gástricos a punto de desbordar la bolsa plástica sobre el asiento opuesto. Ron y vacuidad. La tardé se le fue despacio.
Los huesos del brazo derecho no querían moverse. Lo arrastró lento, tardó varios minutos, empujó hacia sí la última onza de una caneca de Don Q. Estaba tirado en la sala de su casa, sobre un enredo apestoso de sábanas color vino, sudado de la luz azul de los televisores de la madrugada. «Me las vas a pagar toditas. Estoy decidido. Lo de tus hombres, los tajos del cuchillo, por volverme esto, por emborracharme aquella noche y por lograr una barriga sin que yo supiera ni tu nombre. Por las palizas que me has dao gorda grasienta, por alejarme de los nenes y entregárselos a tu mamá, por no dormir en casa, por querer divorciarte, por no hacerme el amor nunca, por violarme siempre, por no dejarme ser el hombre de la casa, el hombre que era antes, el que me enseñaron a ser.» Soltó la última palabra y el caldo de vomito traslucido le rebasó la boca. Cambió de pose. Se acomodó de lado, pegando el costillar de toro muerto sobre el matre, aguantando las losetas de cerámica para que no se movieran más.
Sonó el teléfono y supo que era ella. Respiró hondo. Descontrol de esfínter y garganta.
-Hello. Soy yo. Quien habla ¿Quién? ¿Hello? Sí, servidor. Eso es correcto. Ella es mi esposa. ¿Qué pasó? ¿Qué?-
Bastó con enganchar. Mala noticia. Alguien se le había adelantado.
Imagen: Xavier Valcárcel de Jesús. Josie (De la serie Inconformidades femeninas). 2006. Fotografía digital. 8" x 10".
8 comentarios:
Se le adelantaron... La infidelidad es adelantársele al otro,es empezar un juego sin antes querer terminar uno. Es en ocasiones intencional jugar ambos juegos a la vez. Nunca se es infiel por casualidad detrás se ha dejado morir al jugador del momento para venir a ser sustituido por otro tan pronto se presente la oportunidad. Se comprende, porque se sufre ser sacado del juego, así como se sufre que cuando menos lo espere haya un jugador sustituyédote.
Yo pienso que lograste plasmar bien el coraje de la infidelidad hacia uno, y el amar pero odiar. Yo bajaria el uso de descrp. obivas como el "humo blanco"....
Me gusto mucho la imagen de la urb. ajena, con las casas simetricas.
Qué relato! El otro lado de la moneda en violencia doméstica. Me encantó la manera en que haces que uno sienta el coraje, la impotencia, hasta el vómito. Sabes que te leo fielmente, adelante con la maravillosa labor.
Vaya, comence a leerlo y no me pude detener. Es un muy buen texto. Te lleva tan adentro que sientes las ganas de apretar el gatillo.
Un Abrazo Felino. Gracias por la visita y por acá te seguiré leyendo.
Lamentablemente la historia se repite una y otra vez en esa acera o en el bloque siguiente, en una casita de Piñones o en un penthouse de Isla Verde, sea negro, blanco, mulato...
Me gustó el ritmo de la narración y el fluir de los pensamientos, desnuda la palabra y los prejuicios.
un abrazo
diache, josie es familia tuya? comparten un trasunto de bemba, creo.
beso-a-cachete de esta otra bembona
Qué trosteza me da, pensar que aún hay y habrá gente que el calor humano, los afectos los tienen archivaods para siempre en un arcón inaccesible para ellos.
Pocos se interesan por historias así, de las cuales pdoríamos decir que son cotidianas y universales, LAMENTABLEMENTE !
La imagen desde ya forma parte de todo este drama que con realismo y crudeza nos has expuesto.
Un abrazo
Hi! Just want to say what a nice site. Bye, see you soon.
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