-¿Quién encontró el cuerpo?
-Un pescador lo tocó con el remo.- Contestó sin despegarse del cristal.
-¿En la playa?
-No. Estaba amarrado a dos bloques de cemento. Por el pie. Supuestamente lo encontraron en el mismo medio del río, cerca de los pilotes del puente. Fue un pescador de tucunares, se llama Carmelo, debeis saber quien es. Uno de esos viejos con arpón que amanecen sobre el agua en su barquito. La esposa es Doña Cely, la señora que organizaba los catecismos hace dos años y medio. Lo entrevistaron en el noticiero de la mañana. Parece que remando lo tocó, pero el muerto no salió del todo. Sólo le vio la mano gorda, hinchada, mordida por las cocolías, con un reloj plateado. Debió haber sido horrible. Remó hasta la orilla sin mirar atrás y avisó a la policía.
-¿Identificaron el cadáver?
-Sí. Un tal Yadier Medina.
Al otro lado del cristal las sábanas de humo arropando las montañas. Las vacas flacas acostadas bajo el sol. La tierra negra humeante acabada de quemar.
El susodicho era un matoncito de otro tiempo que se había salido de la calle para entrenarse en la supuesta vocación de Cristo. Yo lo conocía, y Arnaldo también. Últimamente se la pasaba predicando en un podio con micrófono y bocinas casi a la entrada de la Villa. Mucha manga larga, corbata, pantalón largo, zapatos de punta, la Biblia bajo el brazo. Se había unido a la iglesia evangélica de Julia Boria, una mujer que estuvo doce años en la droga y que hasta se inyectó, pero que conoció al Señor y el Señor la cambió y le dio la encomienda de levantar un templo y predicar. Ahora es pastora y tiene tres comunidades fieles que quieren ser salvos y libres.
-La última vez que le vieron fue el martes. Entrevistaron a algunos vecinos. Dicen que lo vieron junto a Arnaldo.
-Arnaldo nunca se ha escondido.
-Lo sé. Y eso me prende. Es loco, no piensa, hace las cosas sin importar dónde, cuándo y quién esté.
-Cada quien con su estilo chileno. El que la hace la paga.
-¡El que la hace, la paga frente a Dios!
-Perfecto. Muy bonito todo. Bravo. Pero Dios no está en la calle.
Volvió el silenció, miró el reloj, la seriedad.
-¿Y vo? ¿Arnaldo te ha dicho algo?
Lo negué con la cabeza.
-¿Estás seguro?
Lo miré por el retrovisor.Se quitó las gafas, miró hacia mí, le dije no pero mentí.
Arnaldo y Yadier siempre tuvieron rencillas. Cuestiones de venganza. El muy hijo de puta tiroteó a Manny, el hermano mayor de Arnaldo, mejor amigo mío, en el noventa y seis; creo que fue a finales de septiembre. Ese intento de asesinato fue el detonador para una cacería en todo Loíza, un periodo sangriento en el que pagaron inocentes que se cruzaron sin querer entre los dos. El 3 diciembre de ese mismo año, la policía preparó una emboscada. Los periódicos y la televisión manipularon la noticia. Dijeron que hubo fuego cruzado, como en la muerte de Bele, el segundo hermano, y que Manny Camacho fue quien empezó. Pero fue un truco montado. Manipularon la escena. Eso lo sabe todo el mundo.
Esa mañana Manuel fue a casa y me invitó a pescar pero era la graduación de una sobrina. No podía fallar. Ya había hecho el compromiso, pero me encantó la invitación. Cuando éramos chamaquitos pasábamos horas muertas pescando en la piedra de Los Frailes, ahí, a mar abierto, con un par de cervezas y cigarrillos que le robaba al viejo mío, muy hombres nosotros, tirábamos con hilo de veinte libras y sacábamos peces de treinta y de cuarenta como si fuéramos profesionales. En esos últimos meses Arnaldito se había obsesionado con la pesca. A Manny le gustaba. Esa mañana me invitaron a pescar en la desembocadura del río. Cuando viraron pasó lo que pasó. Cruzaron por el camino de siempre, el parking del restauran El chorro, un llano de arena y grama. En el bulto traían los potes con hilo y anzuelo, berguillas, plomos, una atarraya, un envase con jarea y calamar. En un cubo de manos traían los peces. En las noticias dijeron que venían de desenterrar un cargamento escondido en la desembocadura del Rio Grande de Loíza, que la policía había logrado dar un golpe certero al narcotráfico en el área, que en los bultos y en el cubo traían cocaína valorada en más de cuatrocientos cincuenta mil. Incluso la enseñaron. Perfectamente empaquetada. Dijeron que Arnaldito estaba armado, que el tiroteo fue culpa de Los Camacho. Cercaron el área con cintas amarillas, hubo peleas, golpes y pedradas. Duró muy poco, pero llegó gente suficiente como para que la cosa se saliera de control. Y se salió. Pero restablecieron el orden a punta de macana, pepper spray y de pistolas apuntando hacia las caras. Los cabrones arreglaron la escena en menos de veinte minutos; con toda la gente al otro lado de las cintas, en plena cara, antes de la llegada de los fiscales, ciencias forenses y la prensa. Desde antes de la emboscada se habían quitado las placas policiales, tapado los rostros con camisetas, se habían puesto chalecos antibalas por si acaso; sabían de antemano a lo que venían. Uno de ellos disparó desde el punto exacto en el que había caído Manny como si él hubiera sido. A Arnaldito le jodieron una pierna. Tenía once años. En el intento de salvarse quedó pillado bajo el cuerpo de Manuel, y Manuel desangrándose, lo perforaron, diecisiete impactos de bala, tuvo que haber tragado sangre de su hermano. Con razón el muchachito ve sangre y se marea. Es obvio que no pueda ni verla.
Hay gente que dice que lo pisaron con Arnaldito bajo el cuerpo, que los cabrones se le pararon encima a Manny casi exprimiéndolo aun con posibilidad de vida, que luego abrieron fuego hacia sus patrullas con dos pistolas que uno de ellos había sacado de una caja. Guantes de latex, cuestión de huellas dactilares, una pistola en la mano de Manny, la otra pistola en la mano de Arnaldo. Llegaron más patrullas. Hubo relevo. Los de las placas escondidas se desaparecieron con los peces, la atarraya, la carnada. Él muchachito no sabía, no podía distinguir quién había sido. Los que llegaron tenían placas y las caras al descubierto; los ojos llorosos, hablaban consternados. Dice la gente que parecía como si de verdad hubieran sobrevivido a un tiroteo.
-Un pescador lo tocó con el remo.- Contestó sin despegarse del cristal.
-¿En la playa?
-No. Estaba amarrado a dos bloques de cemento. Por el pie. Supuestamente lo encontraron en el mismo medio del río, cerca de los pilotes del puente. Fue un pescador de tucunares, se llama Carmelo, debeis saber quien es. Uno de esos viejos con arpón que amanecen sobre el agua en su barquito. La esposa es Doña Cely, la señora que organizaba los catecismos hace dos años y medio. Lo entrevistaron en el noticiero de la mañana. Parece que remando lo tocó, pero el muerto no salió del todo. Sólo le vio la mano gorda, hinchada, mordida por las cocolías, con un reloj plateado. Debió haber sido horrible. Remó hasta la orilla sin mirar atrás y avisó a la policía.
-¿Identificaron el cadáver?
-Sí. Un tal Yadier Medina.
Al otro lado del cristal las sábanas de humo arropando las montañas. Las vacas flacas acostadas bajo el sol. La tierra negra humeante acabada de quemar.
El susodicho era un matoncito de otro tiempo que se había salido de la calle para entrenarse en la supuesta vocación de Cristo. Yo lo conocía, y Arnaldo también. Últimamente se la pasaba predicando en un podio con micrófono y bocinas casi a la entrada de la Villa. Mucha manga larga, corbata, pantalón largo, zapatos de punta, la Biblia bajo el brazo. Se había unido a la iglesia evangélica de Julia Boria, una mujer que estuvo doce años en la droga y que hasta se inyectó, pero que conoció al Señor y el Señor la cambió y le dio la encomienda de levantar un templo y predicar. Ahora es pastora y tiene tres comunidades fieles que quieren ser salvos y libres.
-La última vez que le vieron fue el martes. Entrevistaron a algunos vecinos. Dicen que lo vieron junto a Arnaldo.
-Arnaldo nunca se ha escondido.
-Lo sé. Y eso me prende. Es loco, no piensa, hace las cosas sin importar dónde, cuándo y quién esté.
-Cada quien con su estilo chileno. El que la hace la paga.
-¡El que la hace, la paga frente a Dios!
-Perfecto. Muy bonito todo. Bravo. Pero Dios no está en la calle.
Volvió el silenció, miró el reloj, la seriedad.
-¿Y vo? ¿Arnaldo te ha dicho algo?
Lo negué con la cabeza.
-¿Estás seguro?
Lo miré por el retrovisor.Se quitó las gafas, miró hacia mí, le dije no pero mentí.
Arnaldo y Yadier siempre tuvieron rencillas. Cuestiones de venganza. El muy hijo de puta tiroteó a Manny, el hermano mayor de Arnaldo, mejor amigo mío, en el noventa y seis; creo que fue a finales de septiembre. Ese intento de asesinato fue el detonador para una cacería en todo Loíza, un periodo sangriento en el que pagaron inocentes que se cruzaron sin querer entre los dos. El 3 diciembre de ese mismo año, la policía preparó una emboscada. Los periódicos y la televisión manipularon la noticia. Dijeron que hubo fuego cruzado, como en la muerte de Bele, el segundo hermano, y que Manny Camacho fue quien empezó. Pero fue un truco montado. Manipularon la escena. Eso lo sabe todo el mundo.
Esa mañana Manuel fue a casa y me invitó a pescar pero era la graduación de una sobrina. No podía fallar. Ya había hecho el compromiso, pero me encantó la invitación. Cuando éramos chamaquitos pasábamos horas muertas pescando en la piedra de Los Frailes, ahí, a mar abierto, con un par de cervezas y cigarrillos que le robaba al viejo mío, muy hombres nosotros, tirábamos con hilo de veinte libras y sacábamos peces de treinta y de cuarenta como si fuéramos profesionales. En esos últimos meses Arnaldito se había obsesionado con la pesca. A Manny le gustaba. Esa mañana me invitaron a pescar en la desembocadura del río. Cuando viraron pasó lo que pasó. Cruzaron por el camino de siempre, el parking del restauran El chorro, un llano de arena y grama. En el bulto traían los potes con hilo y anzuelo, berguillas, plomos, una atarraya, un envase con jarea y calamar. En un cubo de manos traían los peces. En las noticias dijeron que venían de desenterrar un cargamento escondido en la desembocadura del Rio Grande de Loíza, que la policía había logrado dar un golpe certero al narcotráfico en el área, que en los bultos y en el cubo traían cocaína valorada en más de cuatrocientos cincuenta mil. Incluso la enseñaron. Perfectamente empaquetada. Dijeron que Arnaldito estaba armado, que el tiroteo fue culpa de Los Camacho. Cercaron el área con cintas amarillas, hubo peleas, golpes y pedradas. Duró muy poco, pero llegó gente suficiente como para que la cosa se saliera de control. Y se salió. Pero restablecieron el orden a punta de macana, pepper spray y de pistolas apuntando hacia las caras. Los cabrones arreglaron la escena en menos de veinte minutos; con toda la gente al otro lado de las cintas, en plena cara, antes de la llegada de los fiscales, ciencias forenses y la prensa. Desde antes de la emboscada se habían quitado las placas policiales, tapado los rostros con camisetas, se habían puesto chalecos antibalas por si acaso; sabían de antemano a lo que venían. Uno de ellos disparó desde el punto exacto en el que había caído Manny como si él hubiera sido. A Arnaldito le jodieron una pierna. Tenía once años. En el intento de salvarse quedó pillado bajo el cuerpo de Manuel, y Manuel desangrándose, lo perforaron, diecisiete impactos de bala, tuvo que haber tragado sangre de su hermano. Con razón el muchachito ve sangre y se marea. Es obvio que no pueda ni verla.
Hay gente que dice que lo pisaron con Arnaldito bajo el cuerpo, que los cabrones se le pararon encima a Manny casi exprimiéndolo aun con posibilidad de vida, que luego abrieron fuego hacia sus patrullas con dos pistolas que uno de ellos había sacado de una caja. Guantes de latex, cuestión de huellas dactilares, una pistola en la mano de Manny, la otra pistola en la mano de Arnaldo. Llegaron más patrullas. Hubo relevo. Los de las placas escondidas se desaparecieron con los peces, la atarraya, la carnada. Él muchachito no sabía, no podía distinguir quién había sido. Los que llegaron tenían placas y las caras al descubierto; los ojos llorosos, hablaban consternados. Dice la gente que parecía como si de verdad hubieran sobrevivido a un tiroteo.
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