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martes, mayo 14, 2013
lunes, mayo 13, 2013
Soñar en deseo: Una mirada a Yo soy el Leife, el pájaro malo
Los sueños, según el
psicoanálisis, son el resultado de nuestra propia actividad anímica,
representada o manifestada a través de imágenes visuales y sonidos que
acontecen en el estado de profunda relajación fisiológica llamado sueño. Los
mismos, proyectados desde el universo simbólico, muestran interrelaciones
comunes y no comunes que reflejan algún aspecto del inconsciente o de la vida.
No obstante, según el Surrealismo, esa vanguardia artística de principios
del siglo XX que tomó como base el psicoanálisis para sus aproximaciones al
mundo onírico, aunque en particular la obra La interpretación de los sueños
(1900) de Sigmund Freud, los sueños pertenecen a un plano diferente, alterno y
superior, donde la libertad reina. Por ello, los surrealistas reivindicaron el
sueño, junto a la escritura automática, como una de las vías fundamentales de
la liberación de la psique, la fuerza vital del alma humana.
Comparto aquí ambas
acepciones del término pensando que sirven muy bien para enmarcar un comentario
acerca de Soy el Leife, el pájaro malo, el más reciente poemario de
Nelson Ricart-Guerrero, publicado bajo el sello de Erizo Editorial. Esto,
tomando como punto de partida que el espacio de la poesía en esta propuesta,
que en palabras de su autor sirve también como una pequeña obra de teatro, es
el de los sueños, ese espacio surreal, onírico, de encuentros, donde se da lo
imposible en el lindero de la realidad y la fantasía. Sin embargo, no es este
poemario acerca de los sueños. En todo caso se centra esta propuesta en un
sueño: el sueño del deseo, que mirado psicoanalíticamente podría tratarse del
deseo en sí.
De esta forma,
Ricart-Guerrero nos presenta una exploración poético-onírica-teatral en la que
se enfoca en el deseo, pero en el deseo como búsqueda. “¿Qué te puedo ofrecer yo, que ando/ buscando?”(p.27). Esta pregunta, que es también una estrofa, tal vez
resume la intención fundante de la propuesta poética, o su conflicto.
El Leife es
un hablante lírico que, desde un estado carencial, ha emprendido una búsqueda a
fin de resolver su carencia. Sabe el lector, a través de la lectura, que lo que
busca, o lo que desea, es el amor, o al menos una mirada amorosa o un abrazo.
No obstante, -esta propuesta es deliciosamente homoerótica- el Leife precisa de
otro a través del cual lograrlo. Así, amor y amante, se configuran como objetos de deseo. El conflicto,
sin embargo, radica en su consecución. Ante esto, el sueño y el transformismo
aparecen como estrategias para el logro.
El sueño es el espacio
donde el pájaro malo, buscador del amor, deseante, se transforma una y otra vez
a conveniencia del otro, o del deseo, a fin de convertirse en el amado.
Igual, y a juzgar por la constante voz en primera persona, también se
trasforma en ese otro. El transformismo es, pues, pensando aquí en el ritual
performativo de transformación de la realidad a través del cual se hace posible
transitar de una identidad a otra mediante la caracterización, la artimaña, el
señuelo, la añagaza.
“Soy el leife, el pájaro
malo
el que sabe volar” (p. 14)
“Soy partículas y polvo,
carne de éter
canto de aves con plumajes
de múltiples
colores, y mujer con senos
grandes
También soy hombre de pelo
en pecho
y pene conquistador
Puedo ser agujero,
caverna, lugares
de goce, lecho de majagua
y canto
de sirenas nostálgicas”
(p.15)
“Me transformo en materia,
soy lo que
tú quieras… desde árbol
frondoso, hasta
cuerpo convertido en
altar…
Estoy en todas partes.” (p.16)
De hecho, el texto de la
contraportada, a continuación, da cuenta, con cierta martingala, es decir, con
artificio o astucia para la trampa, de un proceso de transformismo, digamos
semántico, que no sólo ha dado pie al título del libro, sino que uno asume
debió haber servido para la escritura de esta propuesta poética-teatral, así
como para la caracterización del personaje poetizado.
“La
utilización del nombre Leife, tiene su origen en la palabra Loefa´ah, que
transcrito fonéticamente del árabe hablado en el Magreb, designa a las
serpientes venenosas. Por eufonía, el autor ha transformado esta palabra en
Leife. En la tradición nórdica, Leife existe como nombre y se refiere al
-descendiente, al amado heredero-.
En la
iconografía cristiana se suele representar al Diablo como un ángel caído cuyo
cuerpo recuerda el de una serpiente con alas. En República Dominicana la
expresión “pájaro malo” designa tanto al demonio como a las culebras y serpientes.
Apocopando el término, se designa a estos reptiles con el nombre de “pájaro”,
que es también una manera popular de llamar al homosexual.”
En ese
sentido, el Leife, el pájaro malo, es ficción y realidad, es deseo y es
carencia, es hombre, pájaro y mujer, es malo y bueno, es un diablo, una
serpiente emplumada venenosa y es un ángel; es todo al mismo tiempo y
sucesivamente, un ser o una psique que busca y espera y busca “como un niño con
hambre” (p.19-20) ser el amado nuevamente. Y digo nuevamente, porque a lo largo
del poemario de 54 páginas, hay una evidente conciencia y una sapiencia vieja
del amor manifestándose. Incluso la seducción o el transformismo parecen ser
estrategias para el regreso a algo, para el olvido de algo, para librar la
culpa de algo. Pero el sueño en el poemario es un espacio de misterio y confusión.
Los objetos de deseo, el amor y el otro deseado, son nuevos y no. Eso, aunque
uno sospeche que este libro encierra una historia de amor.
“En este
sueño estamos
Aquí nos
encontramos para amarnos
sin tiempo,
en un derroche de cantos
y cenizas de
fuegos antiguos” (p.23)
“Soñar que duermo y que
soñamos, soñar
que contigo me despierto,
soñar que en el
mundo misterioso que
soñamos, con nuestros
cuerpos se visten nuestras
almas, para rehacer
en el sueño lo que en vida
desde hace tantos
años compartimos” (p.19)
“Aquí estoy
abriéndome de brazos para
recibirte entre
mis huecos y arroparte
con mi aliento
tibio que se convertirá
en bruma
sobre tu piel resbaladiza
como mis
ansias, mis culpas y mis
manos que
untarían de placeres tus
relieves,
olvidándome del mundo que nos ata
y nos empuja
uno contra otro
para que nos
amemos” (p.24)
“Si aceptas que te abrace
sentirás mi
corazón contra tu pecho,
seremos
compañeros de ruta y
olvidaremos
aquellos nidos de la
soledad que han
preparado este encuentro”
p.31
Sin embargo, el encuentro
adentro del sueño es simulacro. “El simulacro es rito que nos abre portales
infinitos”, dice la Voz (p.45).
Con respecto a la Voz, no
quiero que pase por desapercibido, que además del Leife y el otro, en el sueño
hay una Voz, también lírica pero consciente, que sirve como voz de la
conciencia, como guía, narradora y testigo. Tal como dice en la contraportada
del libro, “la Voz que se escucha puntualiza el entorno guiando las palabras
por el juego de la seducción”. El regalo (p.27), el misterio (p.27), el abrazo
(p. 32), el temblor (p.36), el lugar (p.41), el vértigo (p.45), son algunas de
estas.
Tampoco debe pasar por
desapercibido el entorno que puntualiza esa Voz, puesto que ese entorno, ese
ambiente, es la geografía del sueño, y el sueño es el deseo. Así, y aunque es
simbólico, ese entorno da cuenta del mundo caótico del que sueña. No sorprende
pues que el entorno del sueño esté sacudido por desastres, catástrofes,
temblores, incendios, vendavales con polvo de desiertos. Ello, a su vez, da
cuenta de una convulsa y excitada naturaleza del deseo.
Cuestión de resumir, este
libro poetiza el movimiento afectivo hacia algo que apetece. A la vez, pone de
manifiesto la aún vigente y humana necesidad de un otro para la consecución de
la experiencia amatoria. Con esto, y con una estética particular y brillante,
Nelson Ricart-Guerrero ha llevado el homoerotismo a un plano universal,
visibilizándolo con carencias y necesidades comunes a todos los de nuestra
especie. Creo que ese es uno de sus logros más sublimes. No obstante, hay una
conciencia y un subtexto en ella que no ignora el mundo hoy, ni las mentiras
del Bien, las voces lejanas, el polvo de la historia, el miedo, la naturaleza
de la marginación hacia el homosexualismo. “Nuestros cuerpos hacen temblar al
mundo” (p.37). “Somos un puñado de ceniza abandonado/ al mundo” (p.38). “Hombres
así pueden violentar el/ silencio de las aguas lisas...” (p.20)
Tampoco el deseo ignora.
Desde ahí, también se cuestiona. ¿Quién soy yo? ¿Qué o quién es el otro
realmente? ¿Qué o quién es esta Voz?
“Si sucumbo al sembrarte
es como si
penetrase un mundo sustentador
de
sueños ignorado por miedo
e
identificado con las
llamas del infierno
que nos han enseñado
Imaginaremos catástrofes
y permaneceremos unidos
por estas
cuerdas de yagua que hacen
de
nuestros cuerpos uno, en
esta fiesta
bravía con la que volarán
tantos pájaros
como brujas en los cuentos
y este
gozar de los cuerpos será
agüero y
melodía de esta unión que
nuestras
almas al encontrarse han
querido
Asumamos pues la fuerza
que esta
relación implica
dejándonos sucumbir
al aliento compartido” (p. 35)
Creo también que otro
acierto en este libro, es el cómo se transparenta la carencia a través del
deseo. Pienso en Lacán cuando dice que el deseo es
siempre la carencia de algo, y que cuando no se resuelve esa carencia, estoy
parafraseando, el que desea crea fantasmas, artificios imaginarios y
representaciones sustitutivas para aplacarla. Ha acertado el poeta al
establecer el sueño como espacio. Ahí, el catálogo de artificios imaginarios y
representaciones sustitutivas.
“En mi sueño…/ Imagínote
mar, suéñote deseo” (p.19)
“En los mitos que me
invento dos
cuerpos al rozarse se
convierten en
tierra devastada por
incendios” (p.37)
En fin, Yo soy el
Leife, el pájaro malo, es un poemario que encierra un mundo onírico en el
que el deseo y los objetos del deseo son posibles, aunque en el sueño también
tenga que emprenderse una búsqueda con artimañas cuestión de lograrlo. Como
espejo donde vernos, este poemario refleja nuestra naturaleza del deseo; la
apetencia humana, a la vez que pone de manifiesto, muy a la par con los planteamientos
Freudianos, el hecho de que el deseo transforma
nuestra realidad.
En mi caso,
no había tenido el placer de leer una propuesta poética que tratara el deseo de
esta forma. Mucho menos me había topado con un homoerotismo poético tan
elegante y tan bien anclado en la tradición Caribe. Y esto lo digo,
porque aunque el Leife tiene todo el origen y una genealogía occidental detrás
del nombre, el pájaro malo, afortunadamente y para el gusto de todos, es
nuestro, caribeño. En torno a él y sus alas, las majaguas, la yaguas, las
caracolas, el mar, los perros en la noche de Gazcue.
“En este
lugar donde los pájaros
contestan
mis silbidos, reconoces mi
canto que
conmueve, sabes que estoy
Si me
buscas, déjate guiar por la
sombra del
jobero, por el olor de sus
hojas y de
sus frutos maduros
Me gusta la
acidez dulce de los
encuentros
que espero
Me gusta
librarme a la ilusión” (p.23-24)
*Este texto fue escrito
para y leído en la presentación oficial del poemario, el jueves 9 de mayo de
2013, en la Librería Libros AC Barra & Bistro en Santurce (San Juan, Puerto
Rico).
Oh! Natura, un retrato de las naturalezas nuestras
Publicado originalmente en: http://www.lacalleloiza.com/?p=2634
Fotos: Migdalia Luz Barens-Vera
El hijo, recién salido del
closet, muere repentinamente tras una paliza. Sus dos hermanas, una más que
otra, pero ambas re-hermanadas ante la pérdida, lo resienten y lo lloran. En
cambio, la madre, dura y seca, no puede reaccionar naturalmente, siquiera ante
el cuerpo casi florecido de su hijo; ha perdido la capacidad de llorar en el
trajín de ser matriarca, de haber sido esposa varias veces, por no tener dinero
suficiente para llevar con toda pompa su apellido. Pero ha quedado un hombre
que lo llora y que lo lucha, a su forma. Andrógino él, vestido de mujer cuando
le da la gana; es el novio presentado a la familia por el propio hijo poco
antes de morir. Al margen, una vieja nodriza que entra y sale de la casa con
sus supersticiones, movida por la ancestral sabiduría del espíritu. Sabe todo,
le preocupa la familia, huele la podredumbre, se comunica con sus muertos a
través de las plantas del jardín, su espacio favorito. Para completar el
cuadro, hay un joven abogado, idéntico al hijo muerto, que parece ser la
redención para la madre; uno de esos hombres que ha metido en su vida, a su
casa, tratando de llenar urgentemente cierta parte del vacío. Pero el abogado
es un falso amante, sátiro por ratos, siempre interesado y macharrán.
El caso es que todos
coinciden a la hora de la cena. La mesa es el espacio del conflicto. Asedia el
hambre, pero las verdades son el plato principal. El novio exige, ante todos,
que la madre aclare cómo murió el hijo. Ella sabe. Lo ha ocultado o ha callado.
Al final, habla por primera vez desde las vísceras. Se queja paralelamente de
una sed que casi la atormenta. Tiene sed, mucha sed, insiste. Entonces uno la
comprende. La nodriza no se ha equivocado de olor. Sabe que hay vivos que están
muertos y muertos que están vivos. La nodriza no tiene sed ni hambre, sólo
ganas de cruzar al otro mundo con los suyos, de moverse en paz, de dormir tranquilamente.
Al final, baila hasta desaparecer. Las hijas también bailan junto al novio,
pero con la conciencia entonces de la belleza de la muerte y de la vida; los
dos estados del ciclo natural. El novio sale de la familia y de la casa. El
abogado antes que él. A solas, la madre respira y comprende lo que queda. La
hermana más apegada a la nodriza ha madurado para el bien de la familia. La
otra sigue débil. Al borde de la mesa, que es también el patio de la casa, el
jardín sigue creciendo. La hija más madura llena de agua el vaso de su madre.
La madre bebe finalmente en desespero ante nosotros.
Así resumo la acción en
Oh! Natura, la recién estrenada obra teatral de la dramaturga boricua Sylvia
Bofill, presentada del 5 al 14 de abril en el Teatro Victoria Espinosa en
Santurce como parte del 54 Festival de Teatro Puertorriqueño del Instituto de
Cultura Puertorriqueña. La misma, contó con las magistrales actuaciones de
Norwill Fragoso (Betunia, la hija madura y firme, pero no querida), Kisha
Tikina (Lola, la hija querida pero débil, modelo internacional obsesionada con
las cirugías plásticas), Magali Carrasquillo (Maribel, la madre dura, cabeza de
los Santillá), Yan Cristian Collazo (Pedro, el hijo fotógrafo que muere;
Osvaldo, el abogado joven y arrogante), Mickey Negrón (Federico, el novio del
hijo, repostero de profesión) y Awilda Sterling Duprey (Amaro, la nodriza de
paso lento, encargada de alimentar y sanar a la familia).
La obra es clara. No se
trata meramente de la muerte de un homosexual y cómo maneja una familia su
pérdida entre los signos de la culpa, el desamparo y el discrimen. Por el
contrario, esta obra trata la naturaleza humana y sus pasiones, las retrata en
una familia tal vez no muy distante de las nuestras. Sus conflictos son
identificables y conocidos. Universales, sí, pero cercanos. Sin embargo, Oh!
Natura no se centra en un tiempo específico ni en nacionalidad. Así, la familia
Santillá, protagonista en primer plano, ornamental, caótica y raramente
funcional, sirve como imagen a través de la cual se aborda el disloque o la
transfiguración contemporánea de la familia como institución. No obstante,
también sirve como metáfora a través de la cual ver y confrontar nuestro
aprendizaje social, la realidad del país, incluso lo que somos: olvidos,
memorias, conductas, naturalezas, artificialidades.
A propósito o no, quizás
lectura personal o punto de vista, lo innegable es que Bofill hace de la puesta
en escena una sesión fotográfica. Desde su inicio, el flash de una cámara y el
ruido del obturador abriendo y cerrando le dan la sensación al público de estar
detrás del lente. Aunque el hijo fallecido es el fotógrafo, el público es quien
enfoca y desenfoca en cada uno de los personajes, en sus naturalezas, a lo
largo del escenario exagerado por una mesa expandida casi del mismo tamaño.
Resulta interesante cómo la mesa es a la vez el centro de la casa, o su eje
central. En ella, sin frontera establecida, convergen el adentro y el afuera,
la naturaleza viva y la naturaleza muerta. Es el comedor, el espacio de estar y
es el patio. En una de sus esquinas el abundante jardín vivo; una suerte de
refugio orgánico cercano a la tierra y a la vida. El resto es la oscuridad, lo
frívolo, lo podrido. La casa es un hueco, una imagen de carencia. En ella el
vacío.
Insisto en el vacío
reconociendo que el montaje insiste en él; también la escenografía, a cargo de
Rafael Trelles y Pepín Lugo, a no ser por el denso jardín, por el vaso casi
desbordado de agua servido a la madre en el cierre, por los bailes del final que
parecen llenar a personajes evidentemente faltos. Insisto igual en el vacío
porque caracteriza esta nueva dramaturgia. Eso, pensando que históricamente la
dramaturgia y la literatura nacional han insistido, más que menos, en trabajar
la casa, siempre llena, como metáfora para hablar de la isla o del país. No
obstante, en el vacío de Oh! Natura está el reflejo de un país, también de un
mundo.
Resulta interesante en Oh!
Natura la exploración de la identidad, del erotismo y del deseo. A la misma
vez, vale la pena prestarle especial atención a la estética de estos tres
elementos según han sido puestos en escena. Los vestuarios de Freddy Mercado, y
el tratamiento luminotécnico de Marién Vélez colaboraron exquisitamente al
discurso estético, bastante Camp de hecho, rememorando yo el término
reutilizado por Susan Sontag, en Against Interpretation: And Other Essays
(1966), con el que realza un tipo de estética de la cultura popular que pone de
manifiesto el artificio y la artificialidad por encima de la naturaleza. Camp,
que viene del francés Camper, significa posar de manera exagerada. Adoptado
tras en el posmodernismo, y en el lindero de lo kitsch, el termino ha referido
desde entonces a la ridiculización atractiva de la dignificación social y la
cultura masiva, incluso a una estética de transgresión, sofisticada, entre lo
clínicamente ideal y lo excéntrico, que toma como base la banalidad, la
frivolidad, el imaginario alegórico y el afeminamiento con cierto humor. Basta
con enfocar en los personajes, en la satirización de los roles de género, en
las flores plásticas, en los chorros de luz, en el constante uso de lo absurdo,
en la escarcha.
Así, en Oh! Natura, las
pasiones humanas, las emociones y los arquetipos identitarios son retratados en
su esplendor y en su quiebre. Su dramaturga y directora escénica se ha
encargado de tratar los detalles con cuidado. Y eso se disfruta y se agradece.
No todo es perfecto en la obra, sin embargo. Los personajes son demasiado
arquetipos. La nodriza con sus ritos ancestrales, ícono de nuestras tradiciones
africanas, es negra, la modelo internacional es flaca, la indeseada y más
madura de todos es gorda, la madre pomposa aún en la carencia no pierde su
glamour, el hombre vestido de mujer no tiene ni la sombra de su barba, por
ejemplo. Podría ser interesante tal vez una disparidad exagerada entre conducta
y físico. Pero esto es sólo un capricho a partir de mi lectura. Aún así, en su
montaje ganó la elegancia, el texto y las excepcionales actuaciones del elenco,
así también la exquisita labor del equipo técnico. Coincido
con Lowell Fiet en su reseña sobre esta misma pieza, titulada “Oh! Natura y el
espacio horizontal”, cuando dice, pensando en el junte multidisciplinario de
artistas en la puesta, que “como conjunto reviven (…) el sueño de un teatro
profesional en Puerto Rico”.
En fin, llena de
claroscuros y colores, Oh! Natura definitivamente es una obra memorable, a
recordar. No todo se ha dicho acerca de ella, pero tengo la certeza de que
generará muchas más lecturas. Mientras tanto, Bofill trabajará nuevas apuestas.
Sabiéndolo, queda uno esperanzado. Y contento, muy contento, por contar entre
nosotros con una dramaturga tan brillante y contundente.
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