Para Fede
Lo que ninguno anticipó fue hacernos daño. Creo que poco a poco todos llegaremos a esa conclusión como un consenso a la distancia. Cuando volvamos cargando la mochila al punto de origen, con cierto aturdimiento todavía a media digestión, con San Francisco como una de esas cáscaras de golpe que nunca se desprenden por completo. Y no lo anticipamos ayer, porque cada uno fue al Museo de Arte Moderno atraído únicamente por la retrospectiva de Tom of Finland. Porque por más abierta y lujuriosa que pareciera la ciudad, asumo que ninguno fue al museo con la idea de conquista. Pero el azar juntó en la misma sala a cuatro espectadores más. Yo circulando en el mismo carrusel sin sospechar lo próximo. Todos volviendo a los dibujos una y otra vez con un grado de emoción que no tenía tiempo para desenfocarse en ligues. O tal vez sí.
Al fin y al cabo éramos sólo nosotros y todas aquellas imágenes desplegándonos sexo. Fue inevitable que al final la sala se volviera un cruce directo de miradas. Igual fue inevitable que termináramos hablando de las piezas favoritas; de las luces y sombras, del lápiz, del cuero, de la exactitud en tanta caricatura de hombre junto. Tal vez mirarnos tuvo que ver con descubrirnos cosas en común aunque éramos totalmente desconocidos. Tal vez tuvo que ver con nuestras barbas, los antebrazos tatuados, los espejuelos, las espaldas, el color de nosotros en una sala con demasiado blanco y negro. A fin de cuentas todos estábamos solos en la ciudad y preferimos el museo antes que malgastar el día tratando de lograr polvos de vacación. Eran casi las tres de la tarde. Nos estrechamos las manos, nos miramos bien y nos dijimos cosas al oído. Poco después, entre presentación editada y caminata hasta una barra, descubrimos que el azar había juntado a cuatro artistas plásticos y un músico. La coincidencia era prometedora y cómica y tuvimos que brindar. Según rotó el reloj, los Mai Thais y las cervezas, lo nuestro se volvió un afiche de la exhibición. Entonces estábamos al aire, a las seis y tanto de la tarde, cinco hombres barbudos, tatuados, perforados, besándonos y toqueteándonos lascivo en un balcón sobre la calle Folsom. Nos deteníamos por ratos pero estábamos envueltos. Por ratos, también, me levantaba a respirar. Sonreía borrachísimo frente aquel sentirme lejos a pesar de que un deseo parecido empezaba a desatarse. Sentí, que aun desnudos, seguiríamos siendo cuatro artistas plásticos y un músico. Que eso salvaría. Y pareció perfecto.
-¿Te vas?
Dudé si contestar. Mi plan era no despertar a nadie. Recogí mi camiseta del suelo, me puse los espejuelos y volteé. Mirándolo, tuve la sensación premeditada de extrañarlo. Estaba aturdido. Alrededor, la panorámica de la habitación se estiraba con el rigor de un despertar al caos. Los otros tres seguían dormidos, desnudos y acurrucados entre el boceto de sábanas crema manchadas de vino.
-¿Estás bien?- Volvió a preguntarme él, soñoliento, cortando mi pausa.
- Tengo que ir al hotel a buscar mi mochila.
-¿En serio?
Se miró la muñeca buscando reloj pero ninguno de nosotros tenía.
-En serio. Mejor sigue durmiendo.
Miró la cortina, o la vaga claridad detrás de la cortina, y se quedó en silencio. Tal vez tenía tanto dolor de cabeza como yo. Tal vez no había despertado. Se sentó cuidadosamente en el borde de la cama y rastreó con la vista sus pertenencias. Tomé las llaves de mi habitación y caminé con los tennis en mano tratando de no sonar las maderas. Me deslice entré las sábanas y los besé a todos tenuemente en la boca tratando de devolverles ternura. El músico fue el único que estiró la mano y entreabrió los ojos..
-Papi, please, llama.- Fue todo lo que dijo.
Le acaricié un poco y asentí con la cabeza. No habíamos intercambiado números pero no quise hacérselo saber.
-Es temprano todavía.- Interrumpió el otro aún sentado al borde de la cama.
Me moví hasta él y lo miré de cerca. Estuve a punto de preguntarle por la niña tatuada en sus costillas pero no había necesidad de hacer preguntas. Apenas nos conocimos ayer. Estábamos de viaje.
Me arrodillé frente a él, cerré mis manos alrededor de sus tobillos, y lo besé.
-Mejor espérame y buscamos donde tomarnos un café.- interrumpió agachándose para buscar el calzoncillo.
Volví a besarlo.
-Mejor no.- Concluí. Y creí que nuestras barbas engranaban.
Cuando intenté levantarme a la huida, su abrazo me tomó por sorpresa. Su cuello era perfecto para mí. Pero no dije nada. Correspondí olvidándolo todo porque sé que los finales ameritan el principio de lo último. El cuarto era una bomba de olores. En el estómago el mal sabor del ron y los fluidos. Recosté mi cara en su hombro y me dejé llevar.
A un lado de la cama estaba un pequeño estudio de grabación improvisado y todos los instrumentos de viento recostados contra una pared anaranjada. Sobre la cama, aún, el saxofón con el que todos jugamos la piel y los turnos. El resto era el pellejo de la noche. Cajetillas, botellas vacías de Beujolais, condones que nunca abrimos, ropa tirada, marcadores, vibradores, la mecedora rota. En la mesita de noche: la pipa, nudos de marihuana, pastillas, tinta china, poppers, lubricantes, cocaína. Poco a poco todo recobraba su forma según se inundaba de claridad la habitación. Al fondo parecía proyectarse la película de lo que hicimos. Quise aprendérmelo todo para el recuerdo. Pero estábamos en el abrazo.
-¿Te vas de verdad?– Preguntó con voz de niño desde el sueño.
Estuve a punto de contestarle sí, me voy, porque siempre me estoy yendo, porque con poco tengo para armarme la película y no quiero. Porque sentí que todos me movieron fibras, que me moviste fibras chico, y yo no vine para esto. Además mi vuelo sale a las 10:43 de la mañana y esto es una trampa de tiempo. Está riquísimo el abrazo y todo, me quedaría aquí, pero tengo que irme. En serio. O tal vez no. Sólo si quieres puedo quedarme un rato más. Puedo pagar un cambio de pasaje hasta que tú te vayas. Estamos en San Francisco, lejos, no nos sabemos el mapa. Podemos perdernos, ir al café y hablar de quienes somos sin alcohol y con la ropa puesta. Sólo si quieres.
Pero antes de decir, se desprendió de mí muy natural cuando acabó el abrazo. Los abrazos siempre acaban. Me acarició la barba, me olió un poco entre la nuca y los labios, volteó hacia los demás, y se encerró en el baño.
Al fin y al cabo éramos sólo nosotros y todas aquellas imágenes desplegándonos sexo. Fue inevitable que al final la sala se volviera un cruce directo de miradas. Igual fue inevitable que termináramos hablando de las piezas favoritas; de las luces y sombras, del lápiz, del cuero, de la exactitud en tanta caricatura de hombre junto. Tal vez mirarnos tuvo que ver con descubrirnos cosas en común aunque éramos totalmente desconocidos. Tal vez tuvo que ver con nuestras barbas, los antebrazos tatuados, los espejuelos, las espaldas, el color de nosotros en una sala con demasiado blanco y negro. A fin de cuentas todos estábamos solos en la ciudad y preferimos el museo antes que malgastar el día tratando de lograr polvos de vacación. Eran casi las tres de la tarde. Nos estrechamos las manos, nos miramos bien y nos dijimos cosas al oído. Poco después, entre presentación editada y caminata hasta una barra, descubrimos que el azar había juntado a cuatro artistas plásticos y un músico. La coincidencia era prometedora y cómica y tuvimos que brindar. Según rotó el reloj, los Mai Thais y las cervezas, lo nuestro se volvió un afiche de la exhibición. Entonces estábamos al aire, a las seis y tanto de la tarde, cinco hombres barbudos, tatuados, perforados, besándonos y toqueteándonos lascivo en un balcón sobre la calle Folsom. Nos deteníamos por ratos pero estábamos envueltos. Por ratos, también, me levantaba a respirar. Sonreía borrachísimo frente aquel sentirme lejos a pesar de que un deseo parecido empezaba a desatarse. Sentí, que aun desnudos, seguiríamos siendo cuatro artistas plásticos y un músico. Que eso salvaría. Y pareció perfecto.
-¿Te vas?
Dudé si contestar. Mi plan era no despertar a nadie. Recogí mi camiseta del suelo, me puse los espejuelos y volteé. Mirándolo, tuve la sensación premeditada de extrañarlo. Estaba aturdido. Alrededor, la panorámica de la habitación se estiraba con el rigor de un despertar al caos. Los otros tres seguían dormidos, desnudos y acurrucados entre el boceto de sábanas crema manchadas de vino.
-¿Estás bien?- Volvió a preguntarme él, soñoliento, cortando mi pausa.
- Tengo que ir al hotel a buscar mi mochila.
-¿En serio?
Se miró la muñeca buscando reloj pero ninguno de nosotros tenía.
-En serio. Mejor sigue durmiendo.
Miró la cortina, o la vaga claridad detrás de la cortina, y se quedó en silencio. Tal vez tenía tanto dolor de cabeza como yo. Tal vez no había despertado. Se sentó cuidadosamente en el borde de la cama y rastreó con la vista sus pertenencias. Tomé las llaves de mi habitación y caminé con los tennis en mano tratando de no sonar las maderas. Me deslice entré las sábanas y los besé a todos tenuemente en la boca tratando de devolverles ternura. El músico fue el único que estiró la mano y entreabrió los ojos..
-Papi, please, llama.- Fue todo lo que dijo.
Le acaricié un poco y asentí con la cabeza. No habíamos intercambiado números pero no quise hacérselo saber.
-Es temprano todavía.- Interrumpió el otro aún sentado al borde de la cama.
Me moví hasta él y lo miré de cerca. Estuve a punto de preguntarle por la niña tatuada en sus costillas pero no había necesidad de hacer preguntas. Apenas nos conocimos ayer. Estábamos de viaje.
Me arrodillé frente a él, cerré mis manos alrededor de sus tobillos, y lo besé.
-Mejor espérame y buscamos donde tomarnos un café.- interrumpió agachándose para buscar el calzoncillo.
Volví a besarlo.
-Mejor no.- Concluí. Y creí que nuestras barbas engranaban.
Cuando intenté levantarme a la huida, su abrazo me tomó por sorpresa. Su cuello era perfecto para mí. Pero no dije nada. Correspondí olvidándolo todo porque sé que los finales ameritan el principio de lo último. El cuarto era una bomba de olores. En el estómago el mal sabor del ron y los fluidos. Recosté mi cara en su hombro y me dejé llevar.
A un lado de la cama estaba un pequeño estudio de grabación improvisado y todos los instrumentos de viento recostados contra una pared anaranjada. Sobre la cama, aún, el saxofón con el que todos jugamos la piel y los turnos. El resto era el pellejo de la noche. Cajetillas, botellas vacías de Beujolais, condones que nunca abrimos, ropa tirada, marcadores, vibradores, la mecedora rota. En la mesita de noche: la pipa, nudos de marihuana, pastillas, tinta china, poppers, lubricantes, cocaína. Poco a poco todo recobraba su forma según se inundaba de claridad la habitación. Al fondo parecía proyectarse la película de lo que hicimos. Quise aprendérmelo todo para el recuerdo. Pero estábamos en el abrazo.
-¿Te vas de verdad?– Preguntó con voz de niño desde el sueño.
Estuve a punto de contestarle sí, me voy, porque siempre me estoy yendo, porque con poco tengo para armarme la película y no quiero. Porque sentí que todos me movieron fibras, que me moviste fibras chico, y yo no vine para esto. Además mi vuelo sale a las 10:43 de la mañana y esto es una trampa de tiempo. Está riquísimo el abrazo y todo, me quedaría aquí, pero tengo que irme. En serio. O tal vez no. Sólo si quieres puedo quedarme un rato más. Puedo pagar un cambio de pasaje hasta que tú te vayas. Estamos en San Francisco, lejos, no nos sabemos el mapa. Podemos perdernos, ir al café y hablar de quienes somos sin alcohol y con la ropa puesta. Sólo si quieres.
Pero antes de decir, se desprendió de mí muy natural cuando acabó el abrazo. Los abrazos siempre acaban. Me acarició la barba, me olió un poco entre la nuca y los labios, volteó hacia los demás, y se encerró en el baño.
2 comentarios:
¡Qué mucho se creció este texto! Sigue así, Srto. Tamarindo. Jejejeje... Y nada, ya te paso la factura por los servicios de edición y Relaciones Públicas. Ah, y busco mi cheque de liquidación, por aquello de que renuncié a esos puestos. Ja, ja, ja!
los abrazos se acaban pero algo dejan y algo se llevan...
abrazos semilla
gracias chaval
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