Cartón. Otra vez un libro cartoneado. Otra vez cartón para una nueva apuesta. Esta vez color azul, añil, como de mar de globo terráqueo. Nada de texto en la portada ni en la contraportada. Sólo el azar de la pintura acrílica azul y un hilo rojo amarrando 68 páginas. ¿La nueva apuesta? Ataque de risa, ataque de llanto: primer libro de la poeta y artista, Michelle Rodríguez Olivero (Carolina, 1989).
Dividido en 8 partes, y con el prólogo certero de Laurie Garriga, titulado En nombre de los ataques, este corto poemario es el registro de la mirada y el lenguaje poético de la autora ante el caos, o su síntesis.
En él, el caos se percibe como contexto inevitable, se trata una onda expansiva que en su azote ya ha sumado un saldo de cuerpos esparcidos a la panorámica; muerte, muchas muertes, incluso espanto y miedo. ¿La causa del caos? Supone uno que se trata de esta altura del tiempo. Igual de la violencia atroz y desmedida que ha experimentado la isla recientemente. “Todo está podrido”, dice. “La basura,/ los escombros,/ la sombra de las cosas/ se han levantado/ sobre/ nosotros”; “esa mugre impune/ en nuestro rostro”, afirma luego.
Pues bien, frente al rostro del lector aparecen cadáveres de mujeres que se rompen en el proceso de ser naturaleza muerta; sangre derramada sobre brea, bocas, migajas delatando una suerte de pobreza y de hambre; la madre y La Luna en sus respectivas casas, abriendo pechos, mereciéndose poemas. No sorprende entonces que la mirada sea una constante; que el lector salte de imagen en imagen como tomado de la mano de una versión dolida del flâneur baudeleriano -esa figura emblemática de la experiencia urbana, en tránsito- que acá avista, ha leído y reconoce la violencia, la animalidad, lo humano y la naturaleza tratando de enraizarse y recrecer. Eso, aunque a veces, también, evite la mirada. “No puedo mirar/ a nadie/ a la cara./ Temo reconocerlos como el blanco,/ leerles encima/ la fecha de su muerte”. Y es que la muerte, en el poemario, ronda; es una amenaza -no necesariamente natural- que aterra. El dónde del caos es Puerto Rico. Sólo un nombre en todo el libro lo sitúa: San Juan Park. Pasaría por desapercibido, pero la curiosidad obliga a hacer la búsqueda. Luego uno recuerda. Se trata del condominio de Santurce en el que fue asesinada a puñaladas, el 19 de marzo de 2011, una mujer embarazada y sus dos hijos. Nuestra flâneur la ha visto al parecer. A la madre asesinada y a otros espectadores “de deseos banales” que “miran, solo miran” (el cadáver).
Antes, frente al cadáver silvestre de otra madre, la poeta ha conversado sin saber cómo fue que la mataron. “Ella, puede ser el mismo caso, igual a tantas otras”, dice, como sabiendo del patrón de crímenes, de la violencia de género, del alza de las cifras, de la inhumanidad.
Con respecto a lo humano, la imagen de la madre -que también enfoca hacia la experiencia familiar de Rodriguez- es, en este libro, su signo. Aunque foco de lástima, la madre es también el llanto, el deber, el amor, la familia; es la necesidad y quien ha impartido el alimento y la enseñanza con sapiencia. Sin embargo, la poeta reconoce, igual, a la madre como blanco. Sabe el lector que a la madre también se le puede leer la fecha de su muerte encima, que la muerte llegará, que un día no quedará humanidad ni migajas; sólo el hambre cruel, que no se ha experimentado del todo todavía, y “la innegable animalidad” de la gente. Gente nosotros, -hijos, al fin y al cabo, que tal vez no aprendimos bien de nuestras madres el asunto de lo humano; esto último es lectura mía.
“Ahora las migajas/ me hacen tanto sentido.” Dice. “Los hijos no tienen idea/ no saben alimentar a la madre.”
Así, Ataque de risa, ataque de llanto, puede leerse como un poemario que nostalgia una casa, una familia, una niñez, una madre; un orden de mundo que en el tránsito a la adultez parece haberse perdido. No hay evidencia de ese tránsito a la adultez en este libro, pero sí hay una hija adulta hablando de su madre. “La hemos escuchado llorar durante años”, afirma. “Ese llanto sutil/ me ha torturado desde niña”.
Esa hija adulta, igual, se sitúa en uno de los poemas sabiéndose parte de un nosotros subordinado a las carencias de la carne; carne no sólo como comestible, sino como parte corporal, sexual. Aunque lo sexual es parte de nuestra naturaleza desde niños, el comentario subraya una mirada adulta a lo adulto, una mirada que por ratos da asco, una mirada de frío espectador mirando el caos representarse, sin poder evitarlo. No sorprende, pues, el título del libro.
A pesar de tantas miradas, -el poemario contiene dibujos lineales de ojos abiertos- Rodríguez apunta hacia la naturaleza como fin, a su engulle, ansiando el regreso de la humanidad a la prehistoria. Allá la naturaleza cruel pero simple. Siquiera palabras.
Con respecto a esta, señala Laurie Garriga en su prólogo, que en este libro “la acción de engullir se elabora, además de en las secuencias maternales, en aquellas vinculadas a la naturaleza”. Señala además, que “a diferencia del resto de los poemas, la naturaleza provee lo que pareciera ser una solución tanto justa como bella”.
“Ajena de prejuicios/ desconociendo la ira de dios/ que se levante pesada/ sobre nosotros/ y que en un acto/ de absoluta belleza/ nos mate”.
No está demás señalar que la naturaleza de la que habla la poeta no es exactamente la humana, sino de su sentido más amplio: el mundo natural, terrestre, atmosférico, marítimo, con sus fuerzas y sus catástrofes; es decir: la natura, Pachamama (que es también la madre).
Aunque incompleto según Rodríguez, este poemario evidencia un proceso poético en reacción a la actual realidad social puertorriqueña; proceso que parece tener como puntos cardinales la humanidad nuestra, la inhumanidad nuestra, la naturaleza y la muerte. Es también, esta apuesta, una mirada al mundo.
Agrada este libro precisamente en momentos de una novísima producción poética latinoamericana que cree que el lenguaje poético, y a su vez la poesía, fue, es y será la principal operación para narrar la catástrofe y a la vez construir un futuro, parafraseando una oración del prólogo de 4M43R1C4: Novísima poesía latinoamericana escrito por Héctor Hernández Montesinos. Buenísimo igual que el libro sea azul y no rojo, que piense en agua al verlo y no en sangre, en una inundación que venga a limpiar todo. A fin de cuentas, como dice la poeta en el cierre del libro: “Hay solo un mundo y gente que no cabe en él”.
Ficción apocalíptica del año en curso, o no, este libro se suma a un conjunto de esfuerzos poéticos en la isla que han insistido en la escritura, en el texto poético y en su publicación, como proyectos de registro, documentación, reacción y diálogo.
¿Con respecto al cartón? Bueno, pues, concluyo sonriendo.
.