Texto y fotografías: Xavier Valcárcel
Nos detuvimos a media bajada de la Calle San Justo hacia la Norzagaray. En frente, la vieja muralla. Más allá, la postal del mar abierto, bajo paños de nubes grises flotando entre un anaranjado y un lavanda atardeciendo. La pausa para la contemplación fue necesaria. Minutos antes habíamos saltado del carro, tras haber perdido casi hora y media atravesando el área metropolitana en dirección al Viejo San Juan, entre atolladeros, intersecciones atestadas y bocinazos típicos de final de la tarde del viernes. Entonces, atrapado en el interior del carro, con los radioescuchas de fondo gritando sus planes para la noche y el fin de semana largo, me cuestioné el por qué una lectura de poesía un viernes, a las seis, en La Perla; por qué insistía yo en la misión de llegar. Pero el mar ya estaba en frente, el brillo del sol cedía de a poco, y todo empezaba a relajarse. Respiré. Bajamos la cuesta, cruzamos la calle, nos sumamos a la caminata de un grupo de asiáticos en la acera y nos desviamos por la grama, cosa de bajar al barrio por las escaleras junto a la garita. Allí otros asiáticos, creo que chinos, sonreían para una Selfie. Me dio risa al verlos y saqué el celular, pero no los incluí en la foto.
Nos detuvimos a media bajada de la Calle San Justo hacia la Norzagaray. En frente, la vieja muralla. Más allá, la postal del mar abierto, bajo paños de nubes grises flotando entre un anaranjado y un lavanda atardeciendo. La pausa para la contemplación fue necesaria. Minutos antes habíamos saltado del carro, tras haber perdido casi hora y media atravesando el área metropolitana en dirección al Viejo San Juan, entre atolladeros, intersecciones atestadas y bocinazos típicos de final de la tarde del viernes. Entonces, atrapado en el interior del carro, con los radioescuchas de fondo gritando sus planes para la noche y el fin de semana largo, me cuestioné el por qué una lectura de poesía un viernes, a las seis, en La Perla; por qué insistía yo en la misión de llegar. Pero el mar ya estaba en frente, el brillo del sol cedía de a poco, y todo empezaba a relajarse. Respiré. Bajamos la cuesta, cruzamos la calle, nos sumamos a la caminata de un grupo de asiáticos en la acera y nos desviamos por la grama, cosa de bajar al barrio por las escaleras junto a la garita. Allí otros asiáticos, creo que chinos, sonreían para una Selfie. Me dio risa al verlos y saqué el celular, pero no los incluí en la foto.
Tan pronto llegamos abajo, los ruidos de la calle arriba, incluidas las imágenes de toda la ciudad y la ansiedad de la semana, se apagaron. Un segundo después, un chico cargando una chiringa, de evidente confección casera, nos pasó por el lado en dirección contraria. Fue el primer encuentro con la comunidad. Yo había llegado a San Juan con Félix. Luego nos encontramos con Nicole y con Javier. Félix nunca había entrado a La Perla, así que no se resistió. Caminamos, pues, en dirección a la puerta de la barriada mientras mirábamos los colores de las casas, los óxidos de la corrosión, los interiores, las ventanas, los balcones. No importa cuántas veces hayas bajado a La Perla, siempre se tiene una impresión primeriza frente a su teoría del color, al asomo del mar entre sus callejones y rendijas. Más allá los muchachos de la esquina nos salieron al paso ofreciéndonos todo. Las barras abiertas a la izquierda. A la derecha, pasos después, una señora sentada en el lindero entre la calle y su puerta rodeada de un jardín de verdes. Nicole le piropeó las plantas y ella agradeció.
Andábamos buscando el lugar de la lectura a la que había convocado el Festival Internacional de la Poesía en Puerto Rico, en su séptima edición. No obstante nos equivocamos. No había nada en donde creímos sería el evento, por lo que nos tocó caminar un poco más y preguntar. La muchacha estaba sentada sobre un muro, rodeada de botellas de cerveza, con un gato en la falda. Las botellas no eran sino escenografía, igual las ampollas de la pintura de la pared tras ella, efecto de la humedad y del embate del salitre. Sonreída y muy gentil nos dijo que bajáramos un poco más, en dirección a la cancha, que nos encontraríamos rápido con la lectura y con la gente de frente.
Bajamos. Tres señores bebían y reían en el interior de un taller de mecánica improvisado a la izquierda. La luz sobre ellos y el resto de las cosas se había tornado amarillenta y tuve que voltear. Tuve que mirarlo todo otra vez, con la certeza de que cada minuto es una luz distinta. Obviamente me quedé atrás tratando de capturar la panorámica. Cuando avancé hasta donde ellos, divisé la tarima, cubierta de publicidad ajena. En frente de ella, la calle limpia. Solo un poeta leyendo algo acerca de la soledad y los pájaros. Frente a él, entre los carros, sobre una veintena de personas en pie escuchaba atentamente. Era el costarricense Carlos Villalobos.
Rebasamos un kiosko donde un señor nos ofreció frituras hechas al momento, refrescos, agua. Agradecimos y de inmediato nos dispersamos para saludar. Tan pronto encontré un buen sitio desde dónde ver nítidamente, volví a mirar en torno con cierta distracción. Una pareja de niños corriendo bicicletas entre nosotros. Un perro. El tránsito de los vecinos entre el poeta y el público. Luego la interrupción de la lectura para que un carro pudiera seguir su camino.
Luego leyó Nicole y la gran poeta cubana Lina de Feria. Le siguieron varios poetas más. Entre tanto la brisa se fue cargando de imágenes en las que el mar, los oleajes, la soledad y los pájaros se volvieron constantes, aunque fueron constantes también las irrupciones del flujo cotidiano de la comunidad.
Javier se fue. A Félix lo perdí de vista por momentos, pero cuando volvía a mirar estaba en esquinas distintas escuchando. Nicole, en cambio, se sentó junto a los otros en la calle a conversar con Lina, jugo en mano. Pero pronto la corriente de agua con lavaza, de un vecino lavando un carro calle arriba, llegó hasta donde todos. Luego las turbinas de un helicóptero callaron un poema. Por suerte los presentes llegamos para escuchar, así que lo demás no atentó en contra de la actividad. De hecho, que la comunidad continuara su ritmo en preparativos para la noche, fue motivo de embelesamiento y sonrisas. En conjunto, sirvió lo uno y lo otro para atestiguar, con sendas gradaciones de luz y realidad, qué cosa es la poesía.
Era viernes social. No era necesariamente el día ni la hora ideal para una lectura de esas, pero a la misma vez sí. Por ello también era viernes de lavar el carro, de correr bicicleta, de beber y fumar, de helicóptero sobre los techos de las casas, de entrar y salir a la barriada, de bachata y reggaetón y salsa entre los versos.
La lectura continuó su curso. El público complementó con cervezas y alguna que otra fritanga. Pronto le tocó el turno a la poeta puertorriqueña Mayda Colón, y luego al hondureño Fabricio Estrada. Con él, sin embargo, se detuvo la lectura largamente. Era viernes en tiempo de cuaresma, así que los feligreses católicos de la comunidad peregrinaron calle arriba con sus oraciones en alta voz hasta alcanzarnos, con mesa plegadiza, mantilla, vela, la imagen de Jesús y de un santo que no logré distinguir. Cuando nos permitieron continuar, avanzó a cerrar la lectura la panameña Valentina de Souza, quien nos regresó al oleaje con un poema que logró que los presentes coreáramos con una tonada que parecía contener en sí misma todos los cantos de los pueblos negros de la cuenca de nuestro Mar Caribe.
La verdad, fueron pocos los vecinos detenidos ante esta cita de la poesía. Aún no tengo respuestas acerca del por qué un viernes social, a las seis, en La Perla. Pero no hay que ser severo con eso. Siquiera importa ya. Acabando de escribir esto, creo que todo se trató de una invitación para asistir a la belleza. Belleza todopoderosa, sin dudas, de un viernes social.